José Hierro
Ha estado fuera de casa una semana. Al volver, parece otro. Cuando nos acostamos, me ha acariciado con mucha ternura. Me ha dicho que no volverá a atormentarme con lo de mis ronquidos, y me ha extrañado que ahora se le ocurra esa idea. Desde que nos casamos -será más exacto decir desde un par de años después de habernos casado- suele despertarme, zarandeándome, varias veces cada noche: «Ya estás roncando otra vez, roncando como una bestia; qué pena que no puedas oírte». Y yo jamás hice otra cosa que pedirle perdón. Muchas veces me echaba a llorar, lo que servía para irritarle más aún: «Cállate ya: primero, ronquidos y ahora, lloros. ¿Es que no voy a poder dormir tranquilo?» Así una y otra noche desde hace cinco años. Y yo nunca me quejaba, sólo le pedía perdón. Hasta fui al médico, a ver si eso de los ronquidos tenía algún remedio, y me dijo que no.
Ahora, esta noche, me ha acariciado, me ha pedido perdón, me ha dicho que soy una santa y él un bruto. Y que nunca se perdonará haberme hecho sufrir tantas y tantas noches. El viaje lo ha cambiado extrañamente. Ha estado fuera una semana, en no sé qué congreso al que asistió por cuenta de su empresa. «Por lo menos ─dijo al marcharse─ estaré una semana sin escuchar tu orquesta. Dormiré a pierna suelta». Eso es lo que me dijo. Y ahora, al volver, me pide perdón por todo lo que me ha hecho sufrir. Y por todo lo que he callado. «Porque tú ─me dice─ podías haberme dicho que yo ronco también, no sé si tan escandalosamente como tú, pero ronco toda la noche». Es cierto que ronca. Y que nunca se lo dije por no humillarlo. Pero ahora él sabe que ronca, y me pide perdón, y todo se ha arreglado. Y me abraza, y me dice que soy una santa y él un miserable.
Todo ha cambiado, ya lo dije, a la vuelta de su viaje. Estuvo en un congreso en Palma de Mallorca. Viene más moreno, más alegre y hermoso, más tierno. Nunca le preguntaré quién le ha dicho que ronca.
El eclipse, Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis –les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Luis Landero, Caballeros de fortuna
Sus alumnos, a los que llamaba de usted y trataba con la misma cortesía exquisita e inescrutable que usaba para todo el mundo, quizá no lo escuchasen, y hasta puede que por la letanía de la costumbre ni siquiera reparasen en aquel hombre enjuto de modos académicos que todas las mañanas desde hacía muchos años subía al estrado, extraía algunos útiles pedagógicos, los desplegaba sobre la mesa, dejaba la cartera a sus pies [...], se recogía unos momentos en sí mismo e iniciaba la exposición. Su voz era grave y disertadora, con mucho caudal erudito, y los jóvenes la oirían con la misma incredulidad soñolienta con que miraban la cartera: al fin y al cabo como dos estantiguas que se hubieran confabulado contra la ardiente y despreocupada juventud. Sin embargo, también se habían acostumbrado a respetarlo, aunque sólo fuese porque la exactitud y la severidad iban acompañadas siempre por la tolerancia, y nunca nadie lo había oído alzar la voz ni menos aún hacer un aspaviento. Le era suficiente, en último extremo, mirar con un pronto fulgurante de halcón para restablecer la frontera entre lo tolerado y lo prohibido. Todo lo razonaba con una paciencia amable y rigurosa. Si alguien tenía una duda, se la resolvía sin prisas y al instante, y si ignoraba la respuesta, le bastaba inclinarse hacia la cartera y meter la mano en aquellas honduras para encontrar la solución. Los exámenes los devolvía minuciosamente corregidos. En un redondel verde encerraba las faltas de ortografía; las de sintaxis, en un redondel amarillo; las de léxico, en azul; las de concepto y orden expositivo, en círculos rojos, y si el error era muy grave, con advertencias en forma de rayos, flechas y exclamaciones. Al final, el examen semejaba una traca de fantasía. Cada quincena hacía inspección de cuadernos de apuntes, y los exigía limpios, claros y concienzudos, a imagen y semejanza de sus disertaciones y de su propio ejemplo personal. Y toda esa liturgia venía a ser una representación exacta de su vida: la pasión por el orden, el anhelo de rodearse de fidelidad y de decoro, el rechazo de la vicisitud y el descanso en la permanencia, la comprobación en cada instante de que era dueño de un territorio invulnerable a los ultrajes y caprichos de la actualidad. Porque su tiempo, en efecto, era otro, y por eso unos minutos antes del final de la clase, se apresuraba a rescatar la cartera y, desembocando en los desmayos de un tono conclusivo, distribuía por ella el bagaje didáctico, se levantaba, bajaba del estrado y, ya junto a la puerta, remataba el discurso. Justo en ese instante sonaba el timbre, cuya duración era la tregua que él necesitaba para ganar el pasillo y escapar a los gritos, carreras y saltos de los jóvenes, a aquella explosión de vitalidad que era lo que peor llevaba de su oficio.
Las ganas de estudiar de Massimo Piatelli (1992)
Todos vivimos, una vez al año, un breve y mágico momento en el que nos entran unas tremendas ganas de estudiar. Se trata del momento en que, con la lista en la mano y el dinero contante en el bolsillo, el regreso a la escuela nos regala la excitación especial que reina en la papelería-librería, o en el ocasional "departamento de vuelta al colegio" de los grandes almacenes. Estas secciones de artículos se convierten en auténticos templos de las ganas de estudiar. Los verdaderos ministros del culto, más que los padres y que los vendedores, son las plumas nuevas, las blancas gomas de borrar, las escuadras, las cartulinas, los estuches, los cuadernos inmaculados, el montón de libros de texto, el olor de cuero de las carteras, el crujido de las mochilas sintéticas. ¡Ah, sí! Te meten en el cuerpo las ganas de estudiar.
De vuelta a casa, empezamos a hojear los libros, a mirar las ilustraciones, a forrarlos, a poner etiquetas. Armoniosamente ordenadas se alinean todas las municiones para nuestra nueva expedición de caza en tierra desconocida. Nos acordamos de los antiguos compañeros y nos imaginamos cómo serán los nuevos, con apellidos nuevos que, sin embargo, nos parecerá haber oído ya antes. Quizá este año tendremos en clase al primo de Roberto o a la hermana de María; lástima que ya no esté Bianchi. Por no hablar de los profesores nuevos, o que conocemos sólo de vista. Aquel nuevo de letras, que dicen que es horrible; en cambio, la de matemáticas parece que es buenísima y simpática.
Es un momento bendito el del regreso a la escuela. ¡Ah, ojalá fuera posible prolongar esta excitación y estas ganas durante todo el año!
Educar. Gabriel Celaya
Educar es lo mismo
que poner motor a una barca,
hay que medir, pesar, equilibrar...
y poner todo en marcha.
Pero para eso
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino,
un poco de pirata,
un poco de poeta,
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
Pero es consolador soñar,
mientras uno trabaja,
que ese barco -ese niño-
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes,
hacia islas lejanas.
Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos
seguirá nuestra bandera enarbolada.
Ella empezó a mirarme en Ríos Rosas.
J.J. Millás
Me metí en la línea 1 del metro porque creo que es la más larga y te da tiempo a todo. Estaba dispuesto a contar el número de los que entraban y salían en cada estación para ver si podía relacionar una cantidad con otra y descubría algún secreto numérico semejante a los de las pirámides de Egipto. Trabajo para una revista de temas esotéricos y al director le encanta que le vayas con historias de éstas. Al final me di cuenta de que era imposible llevar la contabilidad, incluso si te concentras en un solo vagón, y escribí un rollo, que también gustó mucho, sobre la gente que parece que va a entrar, pero al final se queda fuera, y la que parece que va a salir, pero al final se queda dentro.
Afirmé que el fenómeno ocurría sobre todo en Bilbao y el caso es que recibimos en la redacción un montón de cartas dándonos la razón. Gente que vivía en esa zona nos contaba que tenía que coger el metro, o bajarse de él, en la parada anterior, o en la posterior, porque había una fuerza magnética que les impedía hacerlo en esa parada. A veces, con estas cosas, aciertas sin querer. La cuestión es que desde entonces yo mismo me quedo como paralizado siempre que paso por Bilbao, donde, por otra parte, está la redacción de la revista.
Pero a lo que iba es que una vez que renuncié a contar a los que entraban y salían, me concentré en una chica de pelo corto que iba junto a la puerta y que no dejaba de mirarme desde Ríos Rosas. Pensé que a lo mejor me conocía de la revista esotérica, porque dan mis artículos con una foto, aunque a veces se equivocan y meten la de un imbécil que tiene un apellido parecido al mío y que está especializado en apariciones marianas. El caso es que me acerqué un poco y comencé a mirarla yo también, aunque procurando que mi mirada no resultara tan impertinente como la suya.
Entonces, de súbito, me di cuenta de que la chica respiraba. Ya sé que todo el mundo respira, no es eso, lo que quiero decir es que vi su respiración, como si la hubieran coloreado para distinguirla del resto de la atmósfera. O sea, que veía el caudal de aire que entraba por sus narices, porque aspiraba por las narices, y luego lo veía salir por la boca un poco desgastado por el uso que las células o las bacterias habían hecho de él dentro de su cuerpo. Era fascinante y un poco enloquecedor en el mejor sentido, porque si le ves a alguien el aliento de ese modo es como si le vieras el alma y, claro, cuando le ves el alma a alguien te enamoras, aunque sepas que te va a hacer daño.
En esto, advertí que también mi respiración se diferenciaba del resto del aire y que ella podía verla como yo la suya. Entendí por qué había empezado a mirarme con esa intensidad en Ríos Rosas. Entonces, aunque estábamos como a medio metro de distancia y había una cabeza oscilante entre los dos, nuestras respiraciones empezaron a jugar, quiero decir que se encontraban a medio camino y luego iban de su boca a la mía ejecutando formas que nos hundían en el delirio y nadie más que ella y yo nos dábamos cuenta, y era como hacer el amor, como follar quiero decir en medio de todo el mundo. Y el ruido del tren era en realidad un aullido de placer, pero sólo ella y yo lo sabíamos.
Desde entonces, coincidíamos sin hablar todos los días en la estación de Plaza de Castilla y nos hacíamos la línea 1 entera sin parar de follar, con perdón, ya digo, con nuestros alientos. Lo que pasa es que un día ella se bajó en Bilbao indicándome que la siguiera con la mirada. Pero como yo no puedo apearme en Bilbao por esa cosa paranormal que decía antes, me quedé dentro y ella se ha debido imaginar que me he cansado porque no he vuelto a verla en esta línea.
El paraíso era un autobús, J.J. Millás