Los trípodes tienen muy buena sujeción y estabilidad. La amistad entre dos mujeres y un hombre no. Lo sé por experiencia, cojea de un lado, siempre del más débil, en este caso del mío, que era la mayor y dediqué parte de mi tiempo a enseñar sintaxis a la hija adolescente del compañero, mientras era cómplice de una mujer que hasta entonces me pareció encantadora. Tal vez, por prejuicios absurdos, no quería tener ninguna relación física con las otras dos patas, a las que la tensión sexual les desbordaba por todos lados, incluso animé a que se relacionaran entre sí (“un bombón así no se puede desperdiciar”). Cuando la parte masculina reculó y no cumplió con el deseo de posesión de la mujer joven, oí lo que nunca debía haber sido pronunciado: “¡Pero qué se ha creído este viejo!”. En ese momento, desapareció toda la magia y surgió una máscara despechada de grandes labios rojos que sabía muy bien cómo herir. Casi al mismo tiempo, recibí una carta donde se me explicaba que él siempre estaría a favor de esa mujer que había envenenado sus sueños. Antes, me habían dado esquinazo varias veces para buscarse en la soledad de los bares cercanos ante testigos mudos que después hablaron más de la cuenta. Discretamente me separé y públicamente me distanciaron. En el quincuagésimo cumpleaños del hombre inteligente y sensible con gran sentido del humor, se invitó a todo el mundo menos a mí: a secreto agravio, pública venganza. ¿Pero de qué ofensa hablamos?
Los compañeros sorprendidos hicieron su lectura, imaginaron una rivalidad que no existió.
No cambié de actitud, me mantuve en un silencio triste y puse tierra por medio. No di pábulo a ninguna comidilla. Nunca se deja de querer a los amigos, aunque no los entienda y sepa que nunca más volveré con ellos a comer en Samarcanda.