Para terminar con la urbanidad en la Literatura, incluyo algunos fragmentos de un artículo de costumbres del s. XIX que he leído muchas veces con mis alumnos en clase cuando estudiábamos el Romanticismo.
Mariano José de Larra (1809-1837), escritor y periodista, empleó el sarcasmo y la ironía para provocar en sus lectores una reflexión sobre la necesidad de progreso y modernización en una sociedad profundamente tradicionalista. Larra critica en el artículo de costumbres El castellano viejo a los hombres maleducados, bastos, irrespetuosos, incultos, cuyo comportamiento se centra en las tradicionales costumbres castellanas. Braulio modelo de grosería y de ignorancia, con una “educación a la española”, se contrapone con el personaje de Fígaro, ejemplo de buenas maneras. El artículo empieza con el encuentro de Fígaro (Larra) con Braulio, un amigo al que no aprecia mucho, le invita a comer a su casa. Ya lo dice el refrán español: En la mesa y en el juego, se conoce al caballero.Ya habrá conocido el
lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy
lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero
no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los
de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales
de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la
solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna
manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves
e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi
siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra
clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero
por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las
responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay
vinos como los españoles, en lo cual bien puede de tener razón, defiende que no
hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque
de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas
son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive
de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía,
que se muere por las jorobas solo porque tuvo un querido que llevaba una
excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que hablarle,
pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias
urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una
preciosa armonía, diciendo solo lo que debe agradar y callando siempre lo que
puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como
suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara».
Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo
que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a la
decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la
finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a
decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de
usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a
despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas
como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben
levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que
han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su
«cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido
bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad
no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una
sociedad.
A continuación, Larra explora la parodia, la caricatura y lo grotesco para satirizar los malos usos en el banquete. Le obligan a comer y beber a la fuerza en un lugar estrecho donde todos tropiezan. Braulio reprocha a su mujer que la comida no está a punto y ella culpa a las criadas. El trinchador deja caer el capón, el capón tira el vino, el criado corre a la cocina y se choca con la criada que trae otros platos… Además de otros muchos momentos desagradables: hábitos poco higiénicos de los comensales, un niño tirando aceitunas, un gordo que deja todos los huesos al lado del pan... La lectura nos recuerda a una película llena de gags del cine mudo o de los hermanos Marx.
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
Fígaro termina huyendo del lugar para rodearse de hombres educados que fingen estimarse aunque no se quieran:
Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.