La sala de espera del endocrino es la antesala de la
depresión, el calvario de la autoestima, el sepulcro de los placeres, el
cadalso de las menopáusicas. Allí las pacientes arrastramos lastimeramente kilos
de infelicidad y de colesterol como Sísifo empuja su enorme piedra.
El colesterol me apareció a los veintipocos años en un
análisis rutinario. No me sorprendió, en mi familia se han dado casos de esta
enfermedad genética y silenciosa. Hice régimen estricto, entonces estaba
delgada y la comida era algo secundario para mí, pero la cifra no bajó y empecé a tomar pastillas, una servidumbre eterna
que te obliga a tener una sensación lacerante de cometer pecado mortal cada vez
que comes embutido o un huevo frito, cosas simples y placenteras. En estos años
me han tocado todas las modas restrictivas sobre el colesterol: al principio el
pescado azul estaba prohibidísimo, igual que los frutos secos, y ahora lo aconsejan. No hay duda, estos palos
de ciego solo sirven para beneficiar a las multinacionales farmacéuticas,
porque yo no tengo muy clara la relación entre hipercolesterolemia familiar y
enfermedades coronarias.
A los cuarenta me diagnosticaron hipotiroidismo y mi
colesterol llegó a la alarmante cifra de 500. A partir de entonces me lo tomé más en serio y
empecé a ser asidua a los endocrinos. Hasta ahora llevo dos: el primero, el
doctor Chorra, un impresentable que hablaba por teléfono
mientras te desatendía y que intentaba sacar dinero para compensar, supongo, lo
que no le pagaba Asisa, por medio de estudios del índice de masa corporal, pastillas saciantes a precio de caviar beluga
o un curso prescindible sobre colesterol. Lo abandoné a los diez años y me fui
con otro, al doctor Alacana que tiene una extraña forma de atrapar a las enfermas: te
obliga a un análisis cada cuatro meses si has sido buena y tus niveles han
bajado; si has sido mala, cada mes y medio. Su régimen es tan rutinario e
insoportable como la propia vida: verduras, carne y pescado a la plancha, sin
un ápice de imaginación. Siempre pregunta: "Cómo está usted" mientras
lee tus análisis y te fulmina con una acusadora mirada desde su colosal altura.
Tus problemas, tus dudas le traen sin cuidado, solo se oye un silencio vergonzante mientras firma un
nuevo volante. Su consulta es un trajín de mujeres entrando y saliendo y
ninguna de ellas está gorda. ¿Por qué
solo van mujeres? ¿Por qué no hay gordas? Me lo he preguntado muchas veces y
creo que ya tengo la respuesta: las gordas glotonas no han podido soportar sus
reproches, solo se mantienen las super-mujeres con ligero sobrepeso y gran
fuerza de voluntad y yo, que tengo el síndrome de Estocolmo y lo paso tan mal
como cuando iba al colegio de monjas. ¡Cómo odio a mi endocrino!
Como todas las gordas me he mentido a mí misma y he dicho
que como muy poco, que engordo cuando comen los demás a mi alrededor. He hecho
de todo en la báscula para pesar menos que la vez anterior: ir sin ropa
interior y casi desnuda, intentar ponerme en el borde, no desayunar; pero no ha servido de nada. Cada vez que me
peso tengo instalados incómodamente doscientos gramos más en mi cuerpo dispuestos a no abandonarme.
En los últimos diez años he engordado diez kilos y he desarrollado todos los efectos rebote de
una dieta aburrida: solo me gustan las comidas grasas y los dulces, odio las
frutas y las verduras. Definitivamente, al borde del infarto, como para engordar
mi colesterol, ese alien inmisericorde que tengo instalado en mi interior, que
me hace pasar hambre y que se ha
apoderado de mi voluntad. Como como
mucho, me siento culpable y como más como para fastidiarlo. Que reviente.
¡Qué envidia me dan las gorditas felices sin colesterol y sin
remordimientos!
He encontrado en la
red, la viñeta de Forges que aparecía en unas tazas de café de El País: dos
muchachas en un bar y la una le susurra a la otra: “El rubio del fondo no te
quita ojo”, a lo que la otra le contesta: “Es por mi bocata panceta… es mi
endocrino”. Gracias a Rafa García, que hizo la foto.