Ayer asistí a mi último claustro (siento un poco de vértigo). Con ese motivo, y a modo de despedida, leí ese texto que comparto ahora con vosotros.
elogio
del oficio de enseñar
Cuando empecé a dar clase, Franco
todavía no se había muerto, que ya eran ganas de fastidiar. Fue en un colegio
semiclandestino de Vallecas, regido por dos enigmáticos personajes que debían
de pertenecer a alguna secta y por un conserje mucho menos subrepticio que aún
llevaba en la frente la huella del tricornio. No sé muy bien qué hice, cómo
sobreviví al miedo escénico y qué diablos pude enseñar a aquellos vociferantes
zangolotinos de octavo de EGB. Yo no había llegado a la enseñanza por vocación,
aunque tampoco recuerdo que lo hiciera por descarte o por despecho; no sé, a lo
mejor lo hice porque, como dijo George Bernard Shaw, “el que sabe hacer una
cosa, la hace; el que no sabe, la enseña”. El caso es que muy pronto me noté en
mi medio natural, como si hubiera nacido para esto. Hoy estoy seguro de que, de
no haber sido profesor, solo hubiera sido un cantamañanas que sabía hacer
cosas.
En
mi despedida, quiero afirmar algo que he dicho otras veces, una de las pocas
certezas que he adquirido con los años: este es el mejor oficio que existe. Y
no por aquellas tres famosas razones que
esgrimían los cínicos: julio, agosto y septiembre (por cierto que ya no sirven:
la tercera de esas razones se ha esfumado y hay cenizos que ven la primera en peligro).
No.
Yo creo que este es un oficio inestimable porque las relaciones laborales han
sido siempre en él menos importantes que las relaciones afectivas. Porque la
experiencia mágica de notar cómo de pronto, en una clase, un martes cualquiera,
se establece una comunión absoluta con los alumnos, es difícilmente igualable (aunque
esporádica: no se puede ser sublime sin interrupción, diga lo que quiera
Baudelaire). Porque tratar siempre con personas que tienen la misma edad
mientras uno va atravesando las crisis que trae cada nueva decena es lo más
parecido que puede vivirse a la ilusión de la inmortalidad (aunque un amigo
mío, un punto descreído, dice que es como no salir del día de la marmota). Porque
ver crecer a niños que aprenden menos de lo que desearíamos pero mucho más de
lo que solemos creer y de lo que alcanzamos a comprobar es un espectáculo
maravilloso, como todos los que ofrece la Naturaleza. Porque, como dijo no sé
quién, enseñar es aprender dos veces. Porque, en un mundo tan sobrado de
individuos hoscos, insatisfechos y desabridos, tratar a diario con adolescentes
que siempre parecen felices es una suerte. Y en fin, porque compartir intereses
con todos los compañeros de trabajo, afinidades con muchos y cierta intimidad
con algunos es un privilegio que ninguna orden de principio de curso puede arrebatarnos.
Ahora
que corren malos tiempos sigo pensado lo mismo, a despecho de reformas ominosas,
de instrucciones furtivas y de autoridades maleducadas, malencaradas y
malintencionadas. Como ya tengo pie y medio fuera, puedo decirlo sin pudor:
somos gente importante y no podemos tolerarnos el desaliento. Este oficio, a
prueba de ocurrencias y descarríos legales, trasciende nuestra propia
circunstancia; lo dijo Henry Brooks Adams, un intelectual americano
que vivió entre el siglo XIX y el XX: “Un profesor trabaja para la eternidad:
nadie puede decir dónde acaba su influencia”. Ya dije antes que somos un poco
inmortales…
Hasta
siempre. Salud y Escuela Pública.
Julián Moreiro 28/6/2013