Para no darle vueltas a lo de la
jubilación sin júbilo, al cumpleaños que se avecina, al otoño
melancólico…, me he metido en otro
berenjenal: cambiar puertas y suelo y pintar en mi guarida. ¡Bendita la hora!
¡Lo que pesa la cultura! Durante veinte años he estado almacenando todo lo que
caía en mis manos: libros, revistas, recortes de periódicos, exámenes, fichas
de lecturas, felicitaciones navideñas, postales, invitaciones de boda,
programas de mano de obras de teatro, regalos
e incluso muebles que he recogido de la basura para restaurarlos. Hoy me sobra
todo, no doy abasto rellenando de libros
las cajas de pan que me provee mi panadera.
Ella me dice que tengo el síndrome de Ulises (ojalá, así recorrería mundo sin
arrastrar mis miserias). Además los libros que me gustaron los he prestado y no
me los han devuelto. Resultado: solo me quedan infumables; pero soy
incapaz de deshacerme de ninguno de ellos, porque cada uno tiene su historia.
Para colmo, he encontrado todas las cartas que he recibido a lo largo de mi
larga vida (que a mí me ha parecido corta) y se me ha ocurrido sumergirme en su
lectura. Han aparecido también unos diarios que empecé a escribir a los diecinueve años con el entusiasmo
y la sensibilidad de una preadolescente que apuntaba maneras para acabar en el diván de un psiquiatra o en la camilla de un forense: solo escribía cuando
estaba mal (
¡Buenos días, tristeza!), con reflexiones negativas con la precisión de un cirujano, quejándome de todas las amistades
tóxicas y enamoramientos fallidos que viví, motivados por la efervescencia
hormonal, el deseo de apareamiento animal y las lecturas de Baudelaire (
Il faut
être toujours ivre). Casi todo ha
acabado hecho trizas en la basura y espero que nadie los lea jamás. El Ministerio
de Educación define perfectamente, con su lenguaje burocrático, el estado de ánimo de estos últimos cuarenta años:
interina (o uterina como decía mi querido Ángel Lucas), en prácticas, en
expectativa de destino y con destino definitivo.
Los manuales que, supuestamente,
enseñan a vivir mejor dicen que tires todo lo que no que no hayas utilizado en
los últimos tres años. Pero, ¿qué hago con los recuerdos, los discos de vinilo,
los libros que no admiten una segunda lectura y la cantidad de panfletos
pedagógicos sobre obras literarias que no he podido utilizar en clase desde que
la Lengua y la Literatura se fundieron en una? Durante años los he ido recopilando
como una hormiga laboriosa, cómo puedo convertirme de la noche a la mañana en
una cigarra si tengo amusia (incapacidad de reproducir los tonos o ritmos
musicales).
Y para qué coño escribí estas
frases tan absurdas que han aparecido traspapeladas: Un poco de coñac, mucha caña y
poco coño; poco coño, poco coñac y no
tomarlo a coña.
Definitivamente, una mudanza es más difícil que ponerle
bragas a un pulpo derviche.