Siempre la recordaré sonriendo, cerca de la treintena, con
su larga melena rizada, su corta falda negra de cuero y sus medias de rejilla. Era
muy atractiva, tenía una talla 44 y ningún complejo. Entró en el colegio para
sustituir a un profesor que daba clases a los difíciles alumnos de graduado
escolar, a los que enseguida se llevó a su terreno. Nos hicimos muy amigas.
Los viernes entre confidencias y filosofías nos acercábamos al bar El Dormilón
a esperar a que terminara de trabajar su novio. Al curso siguiente ambos decidieron
irse a vivir juntos en una casa baja del barrio de Prosperidad. La casa era
inhóspita y lúgubre, pero ellos la hicieron atractiva con kilos de pintura y
una farola que encontraron abandonada en una calle. Nunca la vi tan feliz. Pero
todo se torció cuando prescindieron de sus servicios sin previo aviso. Había
estado trabajando sin contrato. Decidió denunciar a la empresa y necesitaba un
testigo. Recurrió a mí. Cómo le iba a decir que no, si era mi amiga y una
injusticia. Afortunadamente, no llegaron a los juzgados, firmaron un acuerdo y
no tuve que testificar. Consiguió el reconocimiento por su trabajo y una
miseria de pesetas que fueron a parar a su hermano que estaba rehabilitándose en
Proyecto Hombre. Yo me quedé en una posición incómoda en un centro educativo
que se llenaba la boca hablando de experimentación pedagógica y socialismo. Ya
distanciadas por la vida, supe que se había ido a vivir fuera de Madrid y que
había tenido varios hijos. Siempre generosa y maternal, había realizado sus
sueños.
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