lunes, 23 de febrero de 2015

Cinco días perfectos en Tánger

Recomiendo viajar en el mes de febrero, fuera de temporada y a unos precios más bajos. Los cinco días pasados en Tánger, nublados, perfectos, intensos, sin aglomeraciones y sin calor,  me han distraído de mi rutina y me han hecho recordar los beneficios que la amistad ejerce sobre el sentido del humor. También han servido para darme cuenta de que mi francés es pésimo y de que debo mover más mi cuerpo porque desde el primer día, de tanto trotar por la medina, los zocos y la casba, me dolían hasta las pestañas.
Teatro Cervantes

Viajar en Ryanair tiene sus inconvenientes, en este caso para mi tenía una ventaja: como solo puedes llevar una maleta, eliminas todo lo superfluo y te evitas comprar recuerdos que pueden ser triturados en la infernal máquina de comprimir maletas-sapo  para que quepan en el avión. De esta manera terminas con el regateo, tarea desigual y fatigosa, porque no hay nada que valga semejante pérdida de tiempo, sobre todo, cuando tú eres el único que no sabe lo que cuesta el producto.
Hacía más de treinta años que había realizado un viaje organizado por Marruecos y no recordaba nada de la ciudad. Tal vez porque es la más andaluza de todas y muchos rincones me recuerdan a Alicante. El puerto estaba en obras y la mayoría del casco viejo en remodelación o en ruinas como se puede observar en la foto del teatro Cervantes. Parece que mucho dinero del ladrillo de España ha ido a invertir allí.

Frente al desarrollo industrial, he notado un retroceso en las costumbres. Apenas hay mujeres en los cafés y en las tiendas, y la mayoría de las que pasean por la ciudad llevan velo. El deporte nacional de los varones es contemplar en los cafés los partidos de la liga española. Hablando con un taxista, que ha aprendido español gracias a Antena3, nos explicó que  la presencia del velo era porque es invierno y después nos aleccionó con que la civilización europea se lo debe todo al Islam que es la única religión verdadera. La foto del museo de la Kasbah nos muestran este extraño mapa invertido donde el norte de África está al boca abajo y Europa al sur.
Todas las guías te aseguraban que no hay robos, que hay mucha policía que vigila y  los castigos son desmesurados, pero tuvimos una refriega con un adolescente que intentó robar una cartera y que se saldó con  heridas sangrantes en las manos del único músico del grupo. Los policías, que patrullaban por la ciudad con metralletas al hombro, parecían Hernández y Fernández, recién sacados de las " Aventuras de Tintín" de Hergé, con sus bigotitos turcos. Los trámites a la entrada y a la salida de la aduana son impepinables, los taxistas tienen la obligación de entregar los papeles que marcan su ruta cada 50 kilómetros.  Nos alojamos en el hotel Rembrandt (reservando las habitaciones por internet es más barato) que recomiendo por su aire decadente y amplitud y, para beber alcohol, terminamos algunas noches "El corazón de Tánger", situado en la plaza de los perezosos, cerca del café Paris, custodiado por dos guardias jurado y con una clientela que recuerda a los cabarets americanos en plena ley seca.  
La vida del turista es barata, pero tiene sus contrapartidas, como pagar un impuesto revolucionario. Continuamente tienes que ir esquivando guías-moscones de todas las edades que te envuelven con su tela de araña. No hay manera de quitárselos de encima, entran de maneras muy diversas; unas veces, apelando a la antigua amistad entre el pueblo marroquí y español; otras pegándose porque quieren perfeccionar el español y ayudándote a desenvolverte por la medina porque les gusta. Al final, enfadados, te amenazan con un "te perderás" y acaban pidiéndote dinero. Vaya que si nos perdimos por no hacerles caso, por esquivarlos, por ir en libertad a nuestro aire. Lo mejor es ocultar el mapa y seguir tu intuición. Relajarte viendo pasar la vida como hicieron los escritores que habitaron y dieron fama de cosmopolita a la ciudad a mediados del siglo pasado, desde la posición privilegiada de la primera fila de un café, bebiendo un té moruno con poco azúcar.
Sorprende la cantidad de gatos bien nutridos, alimentados cuidadosamente por sus habitantes. En cambio, no se ve ni un solo  perro, porque Mahoma los prohibió, y los dejo relegados solo para el pastoreo y el cuidado de las casas rurales. Se entiende mejor cómo podía ser de perra la vida allí  de Juanita Narboni, novela de Ángel Vázquez Molina (1976). La comida deliciosa, el pescado achicharrado (hay que advertir que no le echen matojos de hierbas y que lo dejen medio crudo). El té y los pasteles tan empalagosos como los habitantes.
No creo que vuelva a la ciudad, hay muchos lugares que desconozco; pero estoy dispuesta a ir hasta el fin del mundo con los mismos compañeros de viaje.

Más información Tánger,  un fin de semana a bajo coste http://elpais.com/diario/2008/03/01/viajero/1204408626_850215.html

Los mapas al revés http://verne.elpais.com/verne/2015/04/14/articulo/1429016086_681676.html

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