Maestro de la ortotipografía. Dotado de una vasta cultura, experto
en griego y latín. Solitario e implacable, donde ponía el ojo veía la errata.
Era un zahorí de errores, detector de fallos de racord, sabueso de faltas de ortografía, buscador incansable
de antropónimos y topónimos mal escritos y peor situados. Dotado de una sensibilidad
extrema para captar equivocaciones, descubrir incongruencias subterráneas y muletillas metalíferas que encontraba en
cualquier sitio: en la portada de un
libro, en una nota al pie de página, en la bibliografía, en el índice, porque
no hay peor corrector que el propio autor y cuatro ojos ven mejor que dos. Daba igual que
el texto fuese manuscrito, mecanografiado, o autocorregido por word. Llegó a asumir las funciones de un negro
literario haciendo legibles textos infumables. Su paciencia era infinita, tanta
como el malestar que creaba a su alrededor: el rojo utilizado en las
correcciones acababa tiñendo también las mejillas avergonzadas de sus amigos escritores. Desempeñó este oficio no remunerado y poco reconocido unos pocos años. Lo abandonó súbitamente porque no
pudo perdonar a la editorial el terrible fallo que cometió en su único libro al titular como "fu
de erretas" la página de papel con las
equivocaciones que su propio informático había creado.
jueves, 23 de abril de 2015
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