Ana iba, como siempre. corriendo cuando se tropezó con él en
una esquina de la Gran Vía. Se quedó tan helada que no supo reaccionar. Un
hombre que no pedía dinero, de unos sesenta años, con bigotes pelirrojos y gafas de montura redonda, estaba sentado inmóvil mirando
al vacío, a su lado
había una multitud de bolsas. Inmediatamente se acordó de ese chico moreno, Chema, fibroso
y delgado con boina a lo Ché Guevara, que ocultaba una calva incipiente. Nunca supo por
qué apareció de repente entre el grupo de compañeros de la facultad en la feria de San Isidro, ni por qué se arrimó a ella como a ese cachorro de perro que llevaba en sus brazos. Hablaba poco, arrastraba oscuras historias del
pasado en tierras de Cuenca, no tenía ocupación alguna ni domicilio conocido.
Ana pasó de sentirse halagada por ser la elegida a sentirse acosada por ese ser
hermético que parecía sentirse feliz a su lado sobre todo cuando la besaba. Esos
besos a ella le sabían raros, a desequilibrio mental y a soledad. Un día casi
se matan en el parque del Oeste porque no se dieron cuenta de que había una
escalera y la bajaron prácticamente volando. Otro tuvo que echarle de casa
porque no se iba. Al día siguiente algunos vecinos dijeron que había un hombre
sospechoso que había pasado la noche en la escalera. Empezaban los exámenes y
tenía que estudiar, lo dejó plantado en el metro de Banco de España. No quiero
volver a verte, esta historia ha llegado a su fin. Chema se quedó inmóvil, con el alma partida, viendo como desaparecía.
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