1. Fase de Optimismo: el plato roto y sus piezas |
2. La realidad: el pegamento no funciona |
3. Resultado final, tal vez embellecido por el filtro del móvil |
1. Fase de Optimismo: el plato roto y sus piezas |
2. La realidad: el pegamento no funciona |
3. Resultado final, tal vez embellecido por el filtro del móvil |
En una entrada anterior resaltaba la frase de Muñoz Molina sobre el olor a podrido de la política actual: "Las redes sociales han universalizado la antigua grosería de la barra del bar y el muro del retrete". Casi al mismo tiempo me crucé con la palabra "latrinalia"* que hace referencia al grafiti privado que se hace en las paredes, puertas y espejos de los baños públicos. El neologismo fue creado por Alan Dundes, folclorista y profesor de la Universidad de California, en 1966, cuando se creó un interés científico en torno al fenómeno. Esas manifestaciones no son nuevas, nos remiten a tiempos pretéritos; en Grecia y en Roma había una enorme tradición de pintadas callejeras en los burdeles y los baños públicos.
No me he resistido a hacer un comentario sobre la atracción que tiene el ser humano por todo lo que le repugna y esa extraña necesidad que tenemos los humanos de sacar lo peor de nosotros amparándonos en lo efímero y anónimo. El muro del retrete y la pantalla de internet se han convertido en el vehículo idóneo para desarrollar actividades de naturaleza tabú fuera del respeto y la convivencia. Toda esta incontinencia verbal supone una vuelta a lo más primitivo, un viaje tenebroso al subconsciente; sólo la educación y la cultura nos apartan de la grosería y del mal gusto, no se trata de una mera cuestión de libertad de expresión. Los latrinalia son más que dibujos y palabras, son vertederos que nos retratan como sociedad.
En la actualidad el baño público es un espacio de privacidad y soledad, un cuarto para librarse de la orina y los excrementos, necesidades carnales que dominan nuestra vida. Un lugar limpio e íntimo que sirve para borrar una y otra vez lo más sucio de nuestro cuerpo y, a veces, de nuestra mente. En las paredes y puertas de los baños públicos se dibujan y escriben mensajes groseros y obscenos utilizando un lenguaje escatológico lleno de bromas o insultos. Se da rienda suelta a oscuros secretos, egos desmedidos y represiones de todo tipo, especialmente las siniestras o pornográficas; pero también se vierten problemas cotidianos, películas favoritas y hasta de opiniones sobre la nueva novia de su ex pareja. En esa válvula de escape, no es raro encontrar breves poemas de métrica formal y rimas esmeradas.
También los lavabos son lugares de paso para las fantasías eróticas y encuentros sexuales. Lo curioso es que no hay diferencia de género, doy fe de que en los lavabos de los institutos femeninos, cuando eran segregados, las pintadas eran tan bestias y exhibicionistas como en los masculinos**. No voy a entrar en la diatriba de si el grafiti es un arte urbano o un ejemplo de vandalismo, ni a hacer hincapié en la profundidad reflexiva de un aforismo espontáneo, así como no olvido que los grafiti son también una fuente de lucha y de protesta, y supusieron un elemento de rebeldía, una herramienta de lucha contra el poder establecido***. Parece ser que el ser humano está hecho para disfrutar de lo prohibido, algunos lavabos se han convertido en un lugar de peregrinación por sus latrinalia, mientras en otros se han instalado, con poco éxito, grandes pizarras para que los clientes apliquen con tiza sus latrinalia.
El interesante corto Latrinalia (2011), que acompaña estas líneas, nos muestra a qué se enfrenta cada día una encargada de un aseo público. Explora el arte del grafiti como si las letrinas hablaran con historias de soledad y suciedad, de drogas y alcohol, de encuentros y desencuentros, de sordidez y de satisfacción, de angustia y de alivio. En mi lejana juventud, la señora de los lavabos, a la que había que dar una propina, era toda una institución, una vigilante de la moralidad que se ocupaba de la limpieza de esos lugares.
Por último, debo confesar que nunca he garabateado un libro, ni pintado en una pared, ni grabado mis iniciales en un árbol o en una mesa y menos en un servicio público. He sido educada en las buenas costumbres y me resulta difícil comprender a las personas que son capaces de estropear una fachada del siglo XVI con una niñería narcisista: aquí estuvo fulanito o fulanita quiere zutanita. Pero también debo admitir que me he reído y sorprendido mucho leyendo algunos grafiti. Tal vez en mi inconsciente estaba la idea de que se podían borrar con quitagrasas y pintura.
* Latrinalia deriva del latín latrina y el sufijo -alis con la terminación de neutro plural -ia. Latrina viene de lavatrina 'sitio para lavarse'.
** Musa Latrinalis: diferencias de género en el grafiti de baños. Los estudios nos dicen que los grafiti sexuales en los baños de las mujeres universitarias es comparable a la que se encuentra en los baños de hombres.
Jules et Jim |
De una chafardera lletraferida a un xarnego, pariente sentimental de Pijoaparte
Los jóvenes catalanes de los setenta estaban más cerca de París que de Madrid, que por entonces era el centro del poder franquista, el ombligo de la España pintada de color gris y banderas rojigualdas. A los madrileños nos llamaban mesetarios y no estaban equivocados. Allí conocí a Eduardo y su amigo Felipe, ambos de L´Hospitalet de Llobregat. Eduardo era entonces un guapísimo joven de ensortijada melena negra y sonrisa encantadora (seguro que lo sigue siendo). Ingenioso, impredecible, divertido, compaginaba Magisterio con estudios de Arte en la escuela Massana de Barcelona. Sus dibujos y pinturas reflejaban todo el mundo de de las vanguardias. Felipe, de pelo largo y una piel tan blanca como la mía, trabajaba. Eran opuestos físicamente y complementarios en sus actitudes. A su lado, cautivada por su personalidad, me sentía tan libre y feliz como Jean Moreau en la película Jules y Jim de Truffaut, Con ellos sentí la fuerza de los veinte años que cantaba Serrat (Ara que tinc vint ans) pensando en la enorme suerte que tenía por haberlos conocido. Recibir las cartas y postales de Eduardo con una letra redonda de esmeradas mayúsculas me llenaba de alegría. La amistad que forjamos estaba basada en dos pilares: la película El gran dictador y la muerte del general Franco.
El gran dictador
En el verano del 75 estuve dos meses viviendo en París, donde asistí a las clases de la Alliançe Française. En el puente de Nôtre Dame hubiese podido cambiar mi vida (no sé si para mejor o peor) si hubiese ido a Copenhague; pero me quedé a medio camino, acabé en Ámsterdam con unas amigas. El autobús nocturno que hizo el viaje de ida y vuelta estaba lleno de extranjeros, pero me llamó la atención un grupo de catalanes formado por dos chicos con pinta de charnegos (Eduardo y Felipe) y una silenciosa chica rubia con pinta de pija, tal vez el recuerdo esté influido por la lectura de Últimas tardes con Teresa. Los chicos se sentaron juntos y la chica compartió asiento toda la noche con un senegalés de enorme envergadura. A la semana siguiente me los encontré en la cola del cine para ver la película de Charlot El gran dictador. Sacamos juntos las entradas y compartimos carcajadas. A la salida, descubrimos que vivíamos muy cerca, yo en la rue de la Glacière y ellos en la rue de la Santé. Se ofrecieron a llevarme en su coche y me dejaron el sitio del copiloto. Eduardo Iba conduciendo de una forma temeraria. Al doblar una rotonda nos paró la policía, nos pidieron la documentación y los papeles del coche. A la pregunta de quién era el vehículo, él contestó que de su tía con la que estaba pasando unos días. Nos enfocaron con las linternas y nos dejaron ir. Los nervios me entraron cuando me enteré de la historia verdadera: no tenía carné de conducir, lo había falsificado, su tía estaba de vacaciones y había cogido el coche sin su permiso. Pensé que en España, esa contestación sincera nos habría llevado al calabozo por chulos.
La muerte del
pequeño dictador
La siguiente vez nos vimos en Madrid cuando murió Franco en un frío día de noviembre. Vinieron los dos amigos que seguían manteniendo su pinta de sospechosos y en los alrededores del Palacio Real nos paró la secreta. Solo les pidieron a ellos los carnés y les acribillaron a preguntas por ser catalanes. Otra vez temí que acabáramos en chirona. No fue así. Nos libramos por segunda vez. Mis padres entonces vivían en Granada y yo les acogía en su casa, donde dormían acojonados bajo la amenaza de una araña de bronce descomunal encima de la cama de matrimonio.
En junio del 76 inauguró una exposición en Sitges y me invitó a pasar unos días. En medio de la sala colgaba del techo una butifarra, enmarcada y dispuesta a ser engullida, con la que todo el mundo tropezaba sin inmutarse. Un toque surrealista que debía a su maestro Dalí. Los bares de Sitges, llenos de extranjeros de todas las orientaciones sexuales, no tenían nada que ver con los familiares de Alicante que yo conocía, nuestro preferido era un bar donde los asientos eran unas camas que se balanceaban suspendidas en unas guirnaldas de colores. Una noche, Felipe que venía de Barcelona llegó tarde a cenar, Eduardo le sorprendió con un plato de carne especialmente preparado para él. Apenas lo probó Felipe, Eduardo apareció sonriente con una lata de conservas con el lema Para perros felices. Escenificaron un enfado y estuvieron peleándose y buscándose por todo el apartamento como en una película muda. Siempre ponían un grado de locura maravillosa en mi vida tan ordenada como aburrida, su extroversión contrastaba con mi introversión.
Los últimos
encuentros
De vuelta de un viaje a Granada en Vespa, pasaron por Madrid, no sé la de horas de viaje que le echaron. Las locuras geniales continuaban, pitaban los anuncios en el cine y saludaban al entrar en el Metro y en el Burguer King de Princesa que acaban de inaugurar. En El último cuplé, Eduardo se presentó voluntario para escenificar uno de los picantes cuplés de Olga Ramos. Poco después a Eduardo le tocó hacer la mili en Vitoria y nos volvimos a ver en Madrid. Recuerdo que me dijo entonces que en la mili, toda una escuela de vida domesticada, había que pasar desapercibido: ni ser el último ni el primero. Poco a poco las cartas se distanciaron hasta perder el contacto, justo cuando la vida se iba poniendo seria.
Vajilla Duralex de Cuéntame |
A mediados del siglo pasado llegó el Duralex que convertía casi en eternos a platos y vasos, si antes no habían estallado en mil pedazos o pasado por el lavavajillas que hacía que se volviesen opacos por la cal. De la vajilla de muy buena porcelana de mi abuela Carmen solo heredamos los platos que estaban desportillados que, desterrados, se utilizaban sólo en la cocina. De ahí viene el dicho de mi madre en un valenciano macarrónico: "plat esportillat*, plat etern" (plato desportillado, plato eterno) que ahora utilizo para animar a los amigos de mi edad que hemos empezado a caernos y desportillarnos. La vajilla de Duralex de color ámbar de los años 70, llamada Cuéntame por mis sobrinos, sigue intacta en el pueblo. Por eso me encanta la nueva moda del reciclaje de los utensilios domésticos que nos permite reutilizar objetos preciados y desparejados para mezclar con otros, todo un ejemplo de mestizaje en nuestras mesas. Se acabó la homogeneidad, viva lo heterogéneo.
También
recuerdo el disgusto que se llevaba mi madre cuando algún objeto de valor se
rompía. Para que no sufriera intentábamos pegarlo y ponerlo de tal manera que
no se notase; si no era posible, inmediatamente lo tirábamos a la basura; muerto el perro, se acabó la rabia. No lo hacíamos porque pensáramos que atrajese
las desgracias. Desconocíamos el 'kintsugi', técnica centenaria de Japón
que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas, toda una filosofía que nos enseña a
buscar la belleza en las cicatrices que nos deja la vida.
El bar y restaurante Josefita, sucursal de La Gloria ambos en Malasaña, hace un homenaje a Duralex con los platos que cuelgan de las paredes antes de que la empresa cerrara. Lo que a su abuela le parecía cutre, a ella le transporta a su casa y le transmite calidez.
* RAE, Desportillar: deteriorar o maltratar algo, quitándole parte del canto o boca y haciendo portillo o abertura.
De vez en cuando aparecen artículos en la prensa sobre la
enfermedad mental de la nobleza llamada " delirio de cristal", registrada en Europa occidental principalmente en los siglos XV al XVII. El vidrio entonces se consideraba mágico, porque no era
fácil comprender cómo la arena podía manipularse para convertirla en
vidrio. Quienes lo sufrían pensaban que
su cuerpo o parte de él eran de cristal y por tanto podían quebrarse en añicos.
El caso más famoso fue el del rey Carlos VI de Francia.
La medicina actual contempla enfermedades genéticas (la osteogénesis imperfecta) y raras (síndrome de McCune-Albright) que hacen que los huesos se fracturen sin motivo aparente y obliga a los enfermos a estar postrados en una cama. La más común es la osteoporosis que disminuye la densidad de masa ósea y hace que los huesos se vuelvan más porosos; afecta sobre todo a las mujeres después de la menopausia, es culpable de la mayoría de las roturas.
Reflejo en la literatura
La forma splendet dum frangitur fue usada por Rafael Sánchez Ferlosio para encabezar la segunda parte de su colección de ensayos Las semanas del jardín (1974), título de evidente estirpe cervantina.
De ágil a frágil
Carmen tenía un cuerpo muy ágil que con el tiempo se volvió extremadamente frágil, pesaba muy poco y siempre estaba dispuesta a subirse a un promontorio para conseguir cualquier objeto que no estuviese a su alcance. De pequeña se subía a los árboles a coger fruta o se encaramaba a un burro sin pensárselo dos veces, aunque terminase en el suelo. No tenía ningún temor a las caídas, ni había sido criada entre algodones. No se amilanó cuando un coche la atropelló con el semáforo en verde y la volteó por los aires, ni cuando poco después se cayó de la mesa camilla a la que se había subido para colocar unos visillos. Los males empezaron con la menopausia y la aparición silenciosa de la osteoporosis, se rompió la cadera en la calle porque, según ella, había tropezado con una raíz de un árbol que sobresalía. En ese momento, creyó oír el ruido de los huesos al romperse como cuando le das un golpe al vidrio y sintió que las ternillas que sujetan los músculos habían estallado como un espejo. A partir de ese momento, el miedo paralizante se instaló en su mente, miedo a caerse y a romperse porque ya le había ocurrido. Y empezó una escalada de roturas: una muñeca, luego el brazo y la otra cadera, para terminar con un cambio de prótesis en la primera cadera; en total, cuatro operaciones que la hicieron dependiente de los demás. Con su buen humor ácido, manifestaba que se había convertido en el licenciado Vidriera. Ya no salía de su casa, su belleza se mantenía protegida entre sus muros como las figuritas de cristal que asomaban tras la vitrina de su salón. Su cuerpo se convirtió en un mírame y no me toques, no quería romperse de nuevo. Antes era firme y ligera, de carne y hueso; ahora, inmóvil y lábil, de cristal.
Lo que daría por estar ahora en casa Zoilo oyendo al mirlo Pavarotti y, sobre todo, los arrullos y zurreos de las palomas y tórtolas. Para oír al gallo despertador tendría que estar en La Algueña, otro lugar paradisiaco.
PD (15 de septiembre): A continuación muestro las fotos del bombardeo al que he estado sometida. Como un volcán intermitente han vertido sobre mí lapilli (piedras pequeñas de 1 cm. aprox.) y bombas (trozos grandes) que han roto macetas y vierteaguas y que he tenido que recoger. Los de la izquierda son los de la pared colateral y los de la derecha los del piso de arriba que tiene además un trozo del hierro de los tendederos que sanearon y que cayó a unos diez centímetros de mi cabeza cuando les estaba llamando la atención por haber aprovechado la dana del mes de septiembre para barrer y tirarme toda su porquería. ¿Denunciar o no denunciar?, esta es la cuestión. No creo que sirva de nada denunciarlo en la comunidad de vecinos y en el ayuntamiento. Prolongaría la agonía. Lo mejor es olvidar que el comportamiento incívico de las personas no tiene límite.
Las sillas son algo más que un mueble funcional que nos sirve para sentarnos, un objeto doméstico, un artefacto de trabajo o un instrumento de tortura. Desde su origen poseían fuertes significados relacionados con la divinidad, el poder y el rango, por lo que se reservaba para usos ceremoniales. Las sillas son el soporte para observar cómodamente el gran teatro del mundo, una forma de socializar con el entorno, un instrumento para estudiar la historia, un lugar privilegiado para los más pudientes, un símbolo de la competencia entre las personas y un puente entre lo privado y lo público. De ahí que cuando alguien se va de su sitio un momento (normalmente si está sentado mientras hay otros de pie), lo normal sea perderlo. Además, su uso y diseño reflejan distintas concepciones y valores del pasado y del presente. También han servido de inspiración al arte, como en el vídeo que aparece más adelante, y a la literatura, como la obra de teatro del absurdo de Ionesco Las sillas (1952), representada en un escenario lleno de sillas donde una pareja de ancianos solitarios recuerda su vida: la rutina, el aburrimiento, las humillaciones sufridas y las oportunidades perdidas.
Las sillas vecinales
Bajando las sillas (Villena, 1967) |
San Juan de los Reyes, s XIX |
Ubicación de Ciudad Jardín |
1923, planos del arquitecto Francisco Fajardo Guardiola |
Observatorio Meteorológico |
Calle de Ciudad Jardín |
Desde que tengo memoria, nací en el 54, he veraneado siempre en Ciudad Jardín turnándonos con los hijos de mi tío Antonio. Las dos hermanas Caturla, Ángeles y Lola, decidieron comprar dos chalés contiguos porque necesitan un clima más seco y soleado que el de Villena para sus hijos. En el de la tía Lola hubo un suceso luctuoso, murió un niño pequeño ahogado en una pila y, rotos de dolor, decidieron venderlo. La imagen que tengo de Ciudad Jardín es muy parecida la de la fotografía que acompaña a estas líneas, hasta finales de los años sesenta no cambió en nada su fisonomía. Una isla vergel en medio de la nada, sin asfaltado ni alcantarillado, el cielo surcado por cables del alumbrado. Las zonas comunes del barrio eran una capilla y una tienda de ultramarinos a la que llamábamos la Abastecedora, en ella me encontré varias veces con la actriz Lola Gaos. Dentro de la casa tampoco había ninguna comodidad. La decoración y los muebles nos hablaban de otros tiempos: una nevera que funcionaba con una barra de hielo que había que comprar todos los días, los cables de la luz al descubierto, humedades y colchones de borra. Pero teníamos dos espléndidas palmeras, una macho y una hembra, una pérgola de madera rodeada de jazmines y plumbago que crecían de forma salvaje. A diario bajábamos a la playa del Postiguet en un tranvía de madera. Allí Comíamos para volver a la hora de más calor quemados por el sol con el bañador lleno de algas, salitre y arena. Por la tarde, nos dedicábamos a jugar a las cartas, a montar en bici o a pasear con los amigos. Apenas salíamos del barrio donde todas las familias se conocían. No teníamos televisión. La casa estaba siempre llena de gente y de risas.
Del mantenimiento del chalé se encargaba mi abuelo Emilio, cuando murió, la tarea recayó en las dos familias hasta que mi tío Antonio nos vendió su parte, a la muerte de mi padre, se encargaron mi madre y mi hermana. Con los materiales baratos y feos de la época hubo que sustituir las maderas del techado, la pérgola desapareció, así como las vallas que nos separaban de los vecinos. La carcoma se comió los muebles antiguos.Tuvieron que venir de Elche para llevarse las palmeras que estaban levantando los cimientos de la casa. A finales de los ochenta se hizo una reforma integral para dotarlo de todas las comodidades a nuestro alcance, pero se perdió casi toda la vegetación. El chalé de los madrileños, así era conocido por los vecinos, ya no nos pertenece.
La sombra de una de las palmeras y mi hermana (1961) |
Vista aérea de Ciudad Jardín en la actualidad
Ciudad Jardín del General Marvá
José Marvá y Mayer, el general que ganó batallas para los obreros
Desde finales de abril a principios de mayo mi contador del blog está que arde, estoy recibiendo más visitas que nunca. Metiéndome en la trastienda, he comprobado que la mayoría vienen de Estados Unidos y han pinchado en casi todas las entradas desde el comienzo del blog. Sólo me queda dar las gracias a la persona o personas detrás de estas visitas*. Me sorprende mucho que alguien pueda estar interesado en todas las cosas que escribo.
Aquí dejo dos capturas de pantalla del día 4 de Mayo: Más de dos mil entradas en la semana del 29 de abril al 5 de mayo de 2023.
Robos
-Tenía 18 años, robo de monedero en la
estación de Atocha. Un grupo de familiares portugueses me rodeó porque estaban introduciendo en el oficio al más pequeño.
- En los años 80, los yonkis te pedían dinero de una forma amenazante, como un impuesto revolucionario que teníamos que pagar todos los vecinos de la plaza del Dos de Mayo. Yo lo pagué tres veces.
- El peor: un joven que me había estado siguiendo se introdujo en mi portal detrás de mí. En el ascensor, me amenazó con violencia. La taquicardia y el temblor de piernas me duraron varios días, me sentía vigilada, salía poco a la calle y, siempre, con miedo.
- Mientras me tomaba una caña en los alrededores de Sol antes del teatro.
- En una terraza de las Vistillas, un mendigo me pedía insistentemente dinero para comer, cuando se fue se llevó consigo mi cartera.
- En un semáforo de Alicante, un carterista que se ayudaba con un periódico.
- En el autobús 147.
- Unos okupas se introdujeron en mi casa del pueblo, robaron todo lo que había de valor y destrozaron parte del mobiliario.
- En el Corte Inglés en la sección de mujeres. Se llevaron el monedero y el jersey que había comprado. Desde entonces me pregunto si tienen cámaras instaladas y para qué las usarán.
- En el instituto, en la sala de profesores.
- En la frutería de mi calle.