viernes, 28 de febrero de 2014

La crioterapia: hielo abrasador y fuego helado

La crioterapia utiliza el frío extremo (nitrógeno líquido: -196ºC) para el tratamiento de lesiones cutáneas superficiales (queratosis actínicas, léntigos actínicos, verrugas, etc.). Quien lo probó en su piel, sabe perfectamente que Quevedo no se refería al amor en estos famosos versos, sino a esta técnica:

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente.

Como se puede observar en esta imagen, el aerosol con el que se aplica es una moderna reinvención del arco de Cupido.

miércoles, 26 de febrero de 2014

El francotirador paciente, Arturo Pérez Reverte

El francotirador paciente es más que un buen título, es buena literatura a ratos con un ritmo vertiginoso y apuntes de novela negra que seducen al lector, y supongo que, sobre todo, lo hará al adolescente. Para Reverte los grafiteros son los últimos héroes sometidos a estrictos códigos, escritores de la rapidez (“pinto, luego existo”). Sus peleas callejeras con la policía tienen un tono épico. No se dejan seducir por el mundo del arte, prefieren la marginalidad. A pesar de sus aciertos, a mí no me ha gustado el mundo que retrata el autor ni tampoco su personaje principal, una mujer con sensibilidad de pija y modales de camionero.
Me ha hecho recordar un estupendo relato de Cortázar, una historia de amor que transcurre en la dictadura argentina:  Graffiti

Los polvorones de Marco Soriano

 Qué hambre pasaban esos dos estudiantes que compartían habitación en la pensión de Madrid, donde estudiaban primer curso de Peritaje Mercantil. Todo era muy caro y el dinero que les mandaban del pueblo no les llegaba para casi nada. En septiembre, la madre de uno de ellos le llevó una caja de polvorones para que no echara de menos las fiestas de moros y cristianos. La compartió inmediatamente con su amigo. Desenvolvieron la golosina como si se tratase de la joya más preciada, evitando que se rompiera, apoyándola en el papel de celofán, y se la comieron poco a poco. La boca se les llenó de una explosión deliciosa de azúcar,  almendras y canela, y les recordó el olor del horno donde los hacían y el tufo a pólvora de los arcabuces. Casi se les caen las lágrimas de satisfacción.  Antonio vio como su amigo guardaba la caja en su armario y se olvidó del asunto, hasta que al día siguiente volvió a sentir la llamada del hambre y pensó que como había muchos, su amigo no se daría cuenta. Así estuvo quince días disfrutando en solitario de ese placer redondo.  Cuando su paisano se acordó de los polvorones, solo quedaba uno, el de la vergüenza, junto al cromo de una figura del toreo. Antonio se los había comido todos, pensaba que su amigo seguía su mismo ritmo diario.







Maltratada por el dentista

Oír la palabra dentista y ponerme en tensión es instantáneo. Yo no le tengo miedo, sino pánico. El miedo imaginario se mezcla con el real. Tengo odontofobia. Malas experiencias de la infancia, dos muelas de leche que me provocaron una hemorragia exagerada y la colocación al tresbolillo de mi dentadura definitiva en una mandíbula muy pequeña han hecho que acumule bastantes experiencias negativas que no tengo ganas de recordar. Me hice de una mutua de funcionarios para obligarme a ir por lo menos una vez al año y no lo he conseguido nunca, lo voy aplazando hasta que se produce el desastre que acarrea más dolor. Cuando pienso en el dentista, me acuerdo de la película Marathon man donde Laurence Olivier torturaba a un indefenso Dustin Hoffman tocándole el nervio dental. Cuando voy, cierro los ojos para no ver los artilugios dignos de la Inquisición y me clavo las uñas en las palmas de las manos, deseando con toda mi alma que el aparato succionador me absorba también a mí. He llegado a agarrarle el brazo y a morderle en alguna ocasión.
Como estaba mejor de mi esguince y se me había caído un puente (cuando cumples años todo se cae) que arrastró a la muela que hacía
de pilar, aproveché la baja para que me pusiera dos implantes molares. Pero no había hueso suficiente y procedió a elevarme “el seno maxilar con un injerto subantral” (en román paladino: dos incisiones cruentas en el hueso como las que hace una taladradora destrozando la acera). Él me dijo que la intervención sería como una pequeña bofetada, pero que me recuperaría enseguida. Mentiroso, ha sido una buena paliza, me ha dejado la cara hecha un Cristo, el ojo morado y casi cerrado, la mejilla aumentada dos veces de tamaño, la boca torcida y un dolor atroz  Estuve cuarenta y cinco minutos en un moderno potro que no tiene nada de anatómico en una posición imposible para mi cuerpo y mi boca. Para colmo me costó mil euros, justo lo que he cobrado este mes. El dinero no lo tengo en el banco, ahora está en mis dientes como si fuera una gitana rumana. He pagado para ser maltratada y he tenido que salir a la calle con gafas de sol y un pañuelo cubriéndome la mitad de la cara en un intento absurdo de pasar desapercibida. Por lo menos, al mismo tiempo y por el mismo precio, me podía haber hecho también la cirugía estética, el mal trago habría sido el mismo y el resultado mucho mejor, se lo hubiese agradecido. Lo peor que tengo que volver dentro de seis meses a hacerme los implantes y el resto de mi dentadura empieza también a fallar. Eso sí, no pienso poner la otra mejilla. 

domingo, 9 de febrero de 2014

¿Qué es lo que tiene el negro literario?

Los fantasmas existen, yo conozco uno que jamás verá su nombre en la solapa de un  libro y que solo se conformará con un agradecimiento en el prólogo. Este fantasma blanco trabaja de negro para un blanco con el alma muy negra que actúa como un negrero,  que le presiona para trabajar y no le paga ni un duro. Este negro de alma blanca traduce y arregla voluntariamente los textos de su amo, porque es generoso y sabio y huye de las glorias mundanas.  Es invisible y más libre, porque el negrero vive esclavo de su trabajo, acomplejado del buen hacer de su fantasma, al que tendrá que estarle eternamente agradecido con el miedo de que en cualquier momento le pueda atacar. 
La expresión negro literario es de origen francés, surgió cuando se pusieron de moda los folletines en el siglo XIX y hace referencia al que hace trabajos anónimamente en provecho de otro que es el que firma la obra. El mayor negrero fue Alejandro Dumas padre, que tuvo toda una factoría de escritores a su cargo, entre ellos, Gérard de Nerval. Algo debía de aportar Dumas, que intervenía dando ideas y retocando escenas, porque ninguno de sus negros tuvo tanto éxito bajo su nombre real como cuando trabajaba para él. Se dice que llegó a tener más de 76. Existen varias anécdotas al respecto. Se cuenta que en una ocasión le preguntó al hijo: «¿Has leído mi nueva novela?». A lo que el hijo contestó: «No, ¿y tú?»
¿Qué es lo que le lleva a un escritor a actuar de negro? La satisfacción de saber que alguien más ha leído su obra, la necesidad económica, devolver un favor, la timidez, el propio mercado editorial que admite que se vendan libros escritos por personas que no los firman como los de Belén Esteban, Naty Abascal, David Bisbal, Julián Muñoz, Carmen Bazán o El Cordobés. En Internet podemos encontrar innumerables empresas dedicadas a la escritura fantasma que ofrecen sus servicios por una módica cantidad. Un trabajo tan digno como otro y no muy sencillo. Su labor abarca todo tipo de textos: memorias, biografías, ensayos, monografías, guiones, tesis, materiales académicos de distintas disciplinas, textos empresariales o de organizaciones sociales, políticas, sindicales, discursos, etc. Se dan casos en que el fantasma necesita a su vez otro fantasma porque está saturado de trabajo.  Para algunos es una forma lícita de trabajar y para otros una estafa. Para los lectores no supone un engaño porque saben muy bien que no los han escrito ellos. Algunos escritores trabajaron de negro en sus comienzos como ha desvelado Vargas Llosa en el estreno de "Hathie y el hipopótamo" que trabajó para una adinerada que vivía en París y que tenía "ideas pero no palabras."
A veces los negros, mal pagados y estafados, recurren a una pequeña venganza, plagian otras obras para salir del atolladero. La negritud tal vez sea más encomiable que el plagio; pero, a veces, van de la misma mano. 


sábado, 8 de febrero de 2014

Esguince mental

Lo complicado que es el cuerpo humano, casi tanto como la mente. Basta con que alguno de sus tornillos o cuerdas vaya mal para que se resienta todo el engranaje. El esguince se complicó y trajo de la mano una tendinitis del tendón de Aquiles. Cuando ando, me duele también la rodilla y la cadera. No puedo bajar las escaleras y tengo instalado un dolor insistente en mis ternillas. Me tuvieron que hacer una resonancia magnética para ver el alcance de mi lesión un domingo por la tarde (ahora los centros privados se parecen  a un todo a cien de los chinos, abiertos todos los días del año). Cuando llegué, me quedé perpleja: había un pulmón de acero como los de mis pesadillas de la infancia, después de haber visto una película donde la protagonista se contagiaba de esa temible enfermedad llamada poliomielitis. Menos mal que mi esguince era de tobillo y el aparato se detuvo a la altura de mi cintura, dejándome respirar al ritmo de mi corazón palpitante. El auxiliar, muy amable, me dio unos auriculares para mis oídos, pero cuando me los puse no funcionaban.
-Por favor, los auriculares no van, no se oye música.
-Señora, es que solo sirven para tapar los oídos.
Ya estaba la Maritú metepatas, la que lucha continuamente entre la realidad y el deseo, atrapada entre unos auriculares que no servían para oír música, sino para amortiguar los sonidos espeluznantes de la máquina infernal. El auxiliar me pareció menos amable.
Ahora voy a rehabilitación: magnetoterapia y ultrasonidos en un self-service de la Gran Vía, donde yo misma me utilizo los aparatos, sin que a nadie le importe cómo va mi tobillo. A la vuelta estoy tan cansada como si hubiese corrido la maratón de Nueva York. Poco a poco voy notando pequeños avances, pero todavía hay movimientos que no puedo hacer y me ha quedado un miedo atroz a que se vuelva a repetir. Voy a paso de tortuga sorteando baldosas mal puestas, empedrados decimonónicos, bordillos exagerados, alcorques de árboles inexistentes y otras trampas del castigado asfalto de Madrid, con miedo de convertirme en uno de los venerables ancianos que comparten  mis aparatos. Esta pasividad me tiene loca, si mi cuerpo está así, ¿cómo estará el disco duro de mi cerebro?.

Mi espíritu maternal

Soy madre sustituta de mis sobrinos segundos (hijos de una prima hermana, más hermana que prima) y abuela de unos nietos ajenos. Con todos ellos me unen lazos invisibles más estrechos que los de la sangre. Con los primeros convivo, a los segundos los sigo en la distancia. Un bebé de ocho meses, depositado en mis brazos en un día soleado del mes de marzo, me robó el corazón hace unos diez años. La pequeña, de tez amelocotonada, nariz diminuta y pelo pajizo, iba vestida de rojo y me miró con sus ojos achinados mientras esbozaba una sonrisa contagiosa. Desde entonces sigo todos sus pasos como una fan a su ídolo musical. Sus suspensos en matemáticas me duelen como si fueran míos y sus lecturas me alimentan como si las hubiese hecho yo. Poco tiempo después nació un niño, otro pequeño Dalai Lama, que ahora hace sus primeros pinitos musicales. Ver sus fotos me llena de ternura y colma mi poco espíritu maternal. Sólo disfruto de sus ventajas y no sufro ninguno de los inconvenientes.
Esa sensación la he tenido con muchos de mis alumnos, sobre todo con los que conocí de pequeños en 1º de la ESO, sinceros, amables, cariñosos, con ganas de aprender y que abandonaron el instituto seis años después hechos (con buenas notas y un buen bagaje cultural) y derechos (comprometidos y solidarios). A algunos no los volveré a ver, incluso he olvidado sus nombres y hasta sus caras, pero me han dado ánimos durante todos estos años y les estoy muy agradecida. Lo curioso es que a los bordes, macarras  y desastres, también los recuerdo con cariño.