Soy madre sustituta de mis sobrinos segundos (hijos de una
prima hermana, más hermana que prima) y abuela de unos nietos ajenos. Con todos
ellos me unen lazos invisibles más estrechos que los de la sangre. Con los
primeros convivo, a los segundos los sigo en la distancia. Un bebé de ocho
meses, depositado en mis brazos en un
día soleado del mes de marzo, me robó el
corazón hace unos diez años. La pequeña, de tez amelocotonada, nariz diminuta y
pelo pajizo, iba vestida de rojo y me
miró con sus ojos achinados mientras esbozaba una sonrisa contagiosa. Desde
entonces sigo todos sus pasos como una fan a su ídolo musical. Sus suspensos en
matemáticas me duelen como si fueran míos y sus lecturas me alimentan como si
las hubiese hecho yo. Poco tiempo después nació un niño, otro pequeño Dalai Lama, que ahora hace sus primeros pinitos
musicales. Ver sus fotos me llena de ternura y colma mi poco espíritu maternal.
Sólo disfruto de sus ventajas y no sufro ninguno de los inconvenientes.
Esa sensación la he tenido con muchos de mis alumnos, sobre
todo con los que conocí de pequeños en 1º de la ESO, sinceros, amables,
cariñosos, con ganas de aprender y que abandonaron el instituto seis años
después hechos (con buenas notas y un buen bagaje cultural) y
derechos (comprometidos y solidarios). A algunos no los volveré a ver, incluso he
olvidado sus nombres y hasta sus caras, pero me han dado ánimos durante todos
estos años y les estoy muy agradecida. Lo curioso es que a los bordes, macarras y desastres, también los recuerdo con cariño.sábado, 8 de febrero de 2014
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