-Por favor, los auriculares no van, no se oye música.
-Señora, es que solo
sirven para tapar los oídos.
Ya estaba la Maritú metepatas, la que lucha continuamente entre
la realidad y el deseo, atrapada entre unos auriculares que no servían para oír
música, sino para amortiguar los sonidos espeluznantes de la máquina infernal. El auxiliar me pareció menos amable.
Ahora voy a rehabilitación: magnetoterapia y ultrasonidos en
un self-service de la Gran Vía, donde yo misma me utilizo los aparatos, sin que a
nadie le importe cómo va mi tobillo. A la vuelta estoy tan cansada como si
hubiese corrido la maratón de Nueva York. Poco a poco voy notando pequeños
avances, pero todavía hay movimientos que no puedo hacer y me ha quedado un
miedo atroz a que se vuelva a repetir. Voy a paso de tortuga sorteando baldosas
mal puestas, empedrados decimonónicos, bordillos exagerados, alcorques de
árboles inexistentes y otras trampas del
castigado asfalto de Madrid, con miedo de convertirme en uno de los venerables
ancianos que comparten mis aparatos.
Esta pasividad me tiene loca, si mi cuerpo está así, ¿cómo estará el disco duro
de mi cerebro?.
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