sábado, 4 de mayo de 2019

Flor de estufa


No soy Dora la exploradora, soy la princesa del guisante y me he convertido con el tiempo en una flor de estufa, delicada y enfermiza. Me quemo al sol; todos los zapatos me hacen daño; con el calor se me hinchan las piernas y me salen sarpullidos; mi colon es propenso a la irritación; mis alveolos pulmonares no retienen el suficiente oxígeno; y, para colmo, mi piel atrae a todos los mosquitos habidos y por haber. Siempre he admirado a esas viajeras intrépidas y aventureras, a menudo extravagantes, que han explorado territorios ignotos.
He viajado mucho en mi juventud, casi siempre en viajes organizados, y he pasado muchos momentos críticos, a pesar de ser una turista precavida que conoce sus limitaciones. La primera vez, con veintiocho años, en la ciudad de Petra, creí morir al subir unos escalones que conducían a un mirador para ver la fascinante ciudad. La segunda, con cuarenta, en la selva de Irati, donde literalmente tenía  el corazón palpitando en la boca y fastidié el día a mis compañeros que eran excelentes montañeros, mientras pensaba cómo me sacarían de ese bosque impenetrable. En Perú, en el mes de abril de este año, se ha repetido la experiencia agravada por los más de sesenta años y el mal de altura. Los escalones de las ciudades incas son empinados, altos, desiguales y sin barandilla, y como tenía miedo de caerme, opté por ponerme de lado, lo que ha hecho que ande coja y me duelan las corvas. 
Definitivamente, me corto la coleta. Voy a dejar de realizar viajes largos que supongan un gran esfuerzo. No me compensa estar pendiente de respirar y no caerme, en vez de disfrutar de los paisajes y lugares que visito. Padezco labilidad física y emocional. Por otra parte, el turismo, ese gran invento convertido en negocio, está sobrevalorado y masificado. Los mejores viajes son los de la imaginación. Donde no hay peligro es en descubrir la geografía del cuerpo amado.

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