Guapo, alto, moreno, inteligente. Decidió abandonar el
pueblo para estudiar en Barcelona. Allí por casualidad conoció a la “gauche
divine” y se enrolló con la presentadora de moda. En ese viaje al final de la
noche, no dijo que no a nada; le
propusieron ejercer como modelo y lo hizo. Momentáneamente tuvo el mundo a sus
pies, como en el anuncio televisivo del afther shave que protagonizó en un cuarto
de baño con el torso desnudo donde, después de acariciar su cara con el novedoso
producto, por arte de magia aparecían dos espléndidas chicas a las que rodeaba
con sus brazos. A finales de los sesenta se convirtió en el icono de un escándalo
rompedor contra las mentes pacatas de la época. Debo confesar que en mi casa, era amigo de mi hermana, lo admirábamos.
El anuncio, aire fresco, reflejaba
erotismo y ganas de vivir, lo que la educación nos había prohibido. Pero algo
se rompió en el interior de su mente, se
quemaron sus alas, cayó en picado y, poco tiempo después, volvió al hogar familiar sin oficio ni beneficio. Su estrella
se fue apagando para brillar solo en momentos fugaces. Dejó de lavarse y de tomarse la medicación. La
enfermedad mental lo apartó del mundo.
Lo vi hace poco con la mirada pérdida, con
treinta quilos de más, abotargado, encorvado, envuelto en una carcasa que no le
corresponde, convertido a los sesenta y ocho años en un viejo prematuro, en un
buda silencioso; pero conservando su
porte aristocrático y una piel inmaculada, tersa y sin arrugas. Ahora vive controlado
en el asilo de ancianos porque no hay lugares para los enfermos de la vida.
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