La finca La Marañosa, situada en el término municipal de san
Martín de la Vega, es en la actualidad un
Instituto Tecnológico Militar, cerrado al público general. A finales de los años cincuenta y principios
de los sesenta constaba de una fábrica
de pólvoras y un laboratorio militar, creados en 1923, además de viviendas para jefes, oficiales y
obreros. Allí, entre pinares y canteras, transcurrió la mayoría de mi infancia, hasta que mi padre pidió el traslado a Madrid, cuando yo
tenía once años. Mis recuerdos de aquella época son confusos porque era una
niña retraída que se aislaba en su propio universo y no se enteraba de lo que
pasaba a su alrededor.
Los oficiales vivían agrupados en un recinto dotado de escuela, centralita,
iglesia, salón de actos, botiquín, abastecedora (tienda de comestibles), bar,
campo de fútbol y casino (el imperio). La
mayoría de los obreros residían en El Poblado. La Fábrica y el Laboratorio
estaban un poco retirados, supongo que para evitar posibles peligros. La
comunicación con Madrid era diaria por medio de autobuses que dejaban
en Cibeles y en Atocha.
Las viviendas unifamiliares de los jefes de más graduación constaban
de tres alturas y disponían de un jardín y un huerto; el nuestro tenía un
gallinero e incluso un estanque
para patos vacío que cuidaba nuestro asistente Pedro, un hombre de campo que
invariablemente desayunaba pan y leche. No pasábamos frío porque había
calefacción central. En verano nos bañábamos en una piscina inmensa que hacía las delicias
de todos a pesar de su color verde sospechoso. En la Escuela Nacional aprendí
mis primeras letras con doña Concha, lo que no era fácil, porque no había bolígrafos y escribíamos con
plumín y tintero. Detrás de nosotras se encontraba un recipiente con la leche
en polvo de los americanos y, delante, el mapa de España con 54 provincias, incluidas
Guinea, El Sáhara y Sidi Ifni.
En la mesa de la profesora descansaban los
rostros exóticos de las huchas del Domund (un chino, un negro y un indio), rasgos
difíciles de encontrar en la vida cotidiana. El desván de la casa era mi
territorio mítico y allí, entre cachivaches viejos y trapos para disfrazarme, daba
rienda suelta a mi imaginación. Si tuviese que poner un nombre a aquellos años
lo haría con la palabra libertad: hacía lo que me daba la gana. Siempre entraba
y salía de casa a mi antojo, sin ningún miedo y sin pedir permiso. No había
ninguna puerta cerrada. Me encantaba columpiarme en el jardín y recoger los
huevos que ponían las gallinas al atardecer.
Cuando mis padres volvían de Madrid, siempre me traían algo,
casi siempre un tebeo y caramelos de la Viuda de Solano. Era bastante patosa, solo me gustaba el agua, aunque de un
año para otro se me olvidaba nadar. No aprendí a tirarme de cabeza del trampolín más alto ni a jugar al baloncesto, ni a montar en bici como lo hacía mi hermana. Fue un tiempo feliz, de aprendizaje, en el que mis padres eran jóvenes y disfrutaban en reuniones con amigos y partidas de
cartas en el casino.
Los recuerdos inconexos aparecen como diapositivas en blanco y negro. Mi primer
yogur Danone, muy ácido y en envase de cristal, en el que era toda una aventura mezclarlo con
el azúcar. Los helados de vainilla, que no pasarían en la actualidad
ningún control sanitario, los vendía por las tardes de verano un hombre en una
vespino con sidecar. Los primeros pantalones que solo llevaban las modernas. La
televisión en la que pude ver el asesinato de Kennedy. Las películas de los cines de la Gran
Vía de Madrid donde mi padre nos traía en verano una vez a la semana, cuando salía, deslumbrada por las luces, no sabía nunca qué dirección tomar.
Los cortes de luz que me servían de pretexto para no hacer los deberes. El horror que sentía cuando veía cómo cortaban la cabeza a
las gallinas del corral. Los regalos de
Reyes que nos daban a todos los niños. Las películas, casi todas de vaqueros, de los sábados por la tarde y los cortos del dúo
cómico el Gordo y el Flaco que ponían a los aprendices por la mañana. El
soldado que venía con la comida en una bandeja tapada con un paño para que mi
padre le diese el visto bueno. La vacuna de la polio en "Ca
Matamoros". El gato que se comió al periquito que era mi mascota. La
deliciosa mermelada de albaricoques, recién cogidos del árbol, que elaboraba mi
madre, una cocinera estupenda. Los melones que mi padre se empeñó en cultivar
aunque todo el mundo decía que era imposible, que en esa tierra no se daban; lo
consiguió, salieron pequeños y deliciosos. El recadero que en una cesta de mimbre traía todos los días la compra desde Madrid. Las visitas de Carmen, que nos
había cuidado de pequeñas, con sus hijas. El belén en el hueco de la chimenea
con su falso río de plata y su verde musgo recién recogido. Mi amiga Carmen
Gutiérrez. El esplendor de los lirios, los pétalos de los geranios que
utilizaba como uñas postizas y las lentas filas de la procesionaria del pino. La nevera Frisan que acabó sus días funcionando con unos pulpos a
modo de tirantes y la lavadora que ni aclaraba ni centrifugaba. La infernal cocina
de carbón. El cine de verano al aire libre con un ruido de pipas ensordecedor. Cabria
y Maldonado, factótums de la vida cotidiana. El primer tocadiscos de mi hermana.
Las chocolatadas a ciegas y las carreras de sacos para paliar el frío de las
fiestas de santa Bárbara...
Todo acabó cuando nos vinimos a Madrid a un piso que se nos hacía pequeño, donde mi madre se hacía morados en los brazos con los picaportes porque no calculaba las distancias y yo no podía salir a la calle sola. Solo las mañanas que pasaba en el museo del Prado del brazo de mi padre y la lectura de libros me rescataban del soberano aburrimiento de vivir encerrada.
Todo acabó cuando nos vinimos a Madrid a un piso que se nos hacía pequeño, donde mi madre se hacía morados en los brazos con los picaportes porque no calculaba las distancias y yo no podía salir a la calle sola. Solo las mañanas que pasaba en el museo del Prado del brazo de mi padre y la lectura de libros me rescataban del soberano aburrimiento de vivir encerrada.
He intentado buscar información en internet
sobre La Marañosa en aquellos años y no he encontrado prácticamente nada. La fábrica fue demolida y muchos de sus objetos están
en un Museo de Ingeniería Militar. Apenas unas
fotos del imperio que ahora es un instituto de secundaria bilingüe.
No he querido volver nunca, porque sé que todo me parecerá pequeño y muy cambiado. Es una asignatura pendiente que no aprobaré. Dicen que a los lugares en los que has sido feliz no debes volver.
No he querido volver nunca, porque sé que todo me parecerá pequeño y muy cambiado. Es una asignatura pendiente que no aprobaré. Dicen que a los lugares en los que has sido feliz no debes volver.
La piscina |
Los trampolines |
El patio del imperio |
Aquí dejo otro enlace Revista FA-MA, Fábrica La Marañosa (1952-54)
2 comentarios:
Yo viví bastante más tarde pero el espíritu de ese encantador reducto seguía siendo exactamente el mismo.Gracias por este entrañable relato.
Nosotros vivimos alli casi 30 años. Mis hijos vivieron libres y felices. Tenemos unos recuerdos imborrable.hasta mis yernos se acuerdan con nostalgia. Tambien a mis nietos les dieron tiempo de conocerla y disfrutarla
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