No soy Dora la exploradora, soy la princesa del guisante y me he
convertido con el tiempo en una flor de estufa, delicada y enfermiza. Me quemo al sol; todos los zapatos me hacen
daño; con el calor se me hinchan las piernas y me salen sarpullidos; mi
colon es propenso a la irritación; mis alveolos pulmonares no retienen el
suficiente oxígeno; y, para colmo, mi piel atrae a todos los mosquitos habidos
y por haber. Siempre he admirado a esas viajeras intrépidas y aventureras, a
menudo extravagantes, que han explorado territorios ignotos.
He viajado mucho en mi
juventud, casi siempre en viajes organizados, y he pasado muchos momentos
críticos, a pesar de ser una turista precavida que conoce sus limitaciones. La
primera vez, con veintiocho años, en la ciudad de Petra, creí morir al subir
unos escalones que conducían a un mirador para ver la fascinante ciudad. La
segunda, con cuarenta, en la selva de Irati, donde literalmente tenía el corazón palpitando en la boca y fastidié el día a mis compañeros que eran
excelentes montañeros, mientras pensaba cómo me sacarían de ese bosque
impenetrable. En Perú, en el mes de abril de este año, se ha
repetido la experiencia agravada por los más de sesenta años y el mal de
altura. Los escalones de las ciudades incas son empinados, altos, desiguales y
sin barandilla, y como tenía miedo de caerme, opté por ponerme de lado, lo que ha
hecho que ande coja y me duelan las corvas.
Definitivamente, me corto la coleta.
Voy a dejar de realizar viajes largos que supongan un gran esfuerzo. No me
compensa estar pendiente de respirar y no caerme, en vez de disfrutar de los
paisajes y lugares que visito. Padezco labilidad física y emocional. Por otra parte, el turismo, ese gran invento convertido en negocio, está sobrevalorado y masificado. Los mejores viajes son los
de la imaginación. Donde no hay peligro es en descubrir la
geografía del cuerpo amado.