domingo, 12 de mayo de 2013

¡Cómo odio a mi endocrino!


La sala de espera del endocrino es la antesala de la depresión, el calvario de la autoestima, el sepulcro de los placeres, el cadalso de las menopáusicas. Allí las pacientes arrastramos lastimeramente kilos de infelicidad y de colesterol como Sísifo empuja su enorme piedra.
El colesterol me apareció a los veintipocos años en un análisis rutinario. No me sorprendió, en mi familia se han dado casos de esta enfermedad genética y silenciosa. Hice régimen estricto, entonces estaba delgada y la comida era algo secundario para mí, pero la cifra no bajó y empecé a tomar pastillas, una servidumbre eterna que te obliga a tener una sensación lacerante de cometer pecado mortal cada vez que comes embutido o un huevo frito, cosas simples y placenteras. En estos años me han tocado todas las modas restrictivas sobre el colesterol: al principio el pescado azul estaba prohibidísimo, igual que los frutos secos, y ahora lo aconsejan. No hay duda, estos palos de ciego solo sirven para beneficiar a las multinacionales farmacéuticas, porque yo no tengo muy clara la relación entre hipercolesterolemia familiar y enfermedades coronarias.
A los cuarenta me diagnosticaron hipotiroidismo y mi colesterol llegó a la alarmante cifra de 500. A partir de entonces me lo tomé más en serio y empecé a ser asidua a los endocrinos. Hasta ahora llevo dos: el primero, el doctor Chorra, un impresentable que hablaba por teléfono mientras te desatendía y que intentaba sacar dinero para compensar, supongo, lo que no le pagaba Asisa, por medio de estudios del índice de masa corporal,  pastillas saciantes a precio de caviar beluga o un curso prescindible sobre colesterol. Lo abandoné a los diez años y me fui con otro, al doctor Alacana que tiene una extraña forma de atrapar a las enfermas: te obliga a un análisis cada cuatro meses si has sido buena y tus niveles han bajado; si has sido mala, cada mes y medio. Su régimen es tan rutinario e insoportable como la propia vida: verduras, carne y pescado a la plancha, sin un ápice de imaginación. Siempre pregunta: "Cómo está usted" mientras lee tus análisis y te fulmina con una acusadora mirada desde su colosal altura. Tus problemas, tus dudas le traen sin cuidado, solo se oye un silencio vergonzante mientras firma un nuevo volante. Su consulta es un trajín de mujeres entrando y saliendo y ninguna de ellas está gorda. ¿Por qué solo van mujeres? ¿Por qué no hay gordas? Me lo he preguntado muchas veces y creo que ya tengo la respuesta: las gordas glotonas no han podido soportar sus reproches, solo se mantienen las super-mujeres con ligero sobrepeso y gran fuerza de voluntad y yo, que tengo el síndrome de Estocolmo y lo paso tan mal como cuando iba al colegio de monjas. ¡Cómo odio a mi endocrino!
Como todas las gordas me he mentido a mí misma y he dicho que como muy poco, que engordo cuando comen los demás a mi alrededor. He hecho de todo en la báscula para pesar menos que la vez anterior: ir sin ropa interior y casi desnuda, intentar ponerme en el borde, no desayunar; pero no ha servido de nada. Cada vez que me peso tengo instalados incómodamente doscientos gramos más en mi cuerpo dispuestos a no abandonarme. En los últimos diez años he engordado diez kilos y he desarrollado todos los efectos rebote de una dieta aburrida: solo me gustan las comidas grasas y los dulces, odio las frutas y las verduras. Definitivamente, al borde del infarto, como para engordar mi colesterol, ese alien inmisericorde que tengo instalado en mi interior, que me hace pasar hambre y que se ha apoderado de mi voluntad. Como como mucho, me siento culpable y como más como para fastidiarlo. Que reviente.
¡Qué envidia me dan las gorditas felices sin colesterol y sin remordimientos!

He encontrado en la red, la viñeta de Forges que aparecía en unas tazas de café de El País: dos muchachas en un bar y la una le susurra a la otra: “El rubio del fondo no te quita ojo”, a lo que la otra le contesta: “Es por mi bocata panceta… es mi endocrino”. Gracias a Rafa García, que hizo la foto. 



De repente llaman a la puerta, Etgar Keret


Ángel, seguro que este libro te gusta por la portada (¿a qué se debe esa extraña obsesión que muestras por las portadas de los libros?) y por el disparatado sentido del humor (como el tuyo)  que rezuma su autor, un judío inteligente. Son cuentos sorprendentes, surrealistas, que ayudan a entretener cualquier momento, incluidos los trayectos del metro.
No soy lectora de narraciones breves, me cuesta entrar en ellas y, cuando lo hago, me da rabia que haya terminado tan pronto; además es difícil encontrar un libro de relatos en los que te gusten todos.

 Si pinchas el enlace encontrarás una muestra.

domingo, 28 de abril de 2013

La verdad de la señorita Harriet, Jane Harris


La verdad de la señorita Harriet, bien escrita,  se lee con interés desigual. Empieza con una trama lenta,  la intriga va apareciendo en la segunda parte y se hace vertiginosa al final. La autora nos plantea un juego muy interesante entre la realidad y la apariencia. El punto de vista de la protagonista nos atrapa desde el principio para hacernos dudar de lo que ha contado. ¿Es una dama encantadora y altruista o una arpía que busca la infelicidad de los que la rechazan? ¿Por qué su padrastro no quería ni verla? Todo parece indicar que el veredicto tiene razón. Esta vez sí recomiendo la novela. 
Como Mihura, yo siempre he sospechado de las visitas, del enemigo silencioso, de los quintacolumnistas que poco a poco se van apoderando de ti y de tu espacio, porque lo que quieren es huir de su aburrimiento y vivir tu propia vida. 

¿Por qué no fui?


El concurso de redacción del instituto en el Día del Libro empezaba con la frase escogida al azar en un libro de lengua: ¿Por qué fui? Mientras ellos escribían intenté pergeñar unas líneas en un papel. Tuve que modificar el título con un adverbio de negación para que las musas me acompañasen porque últimamente estoy enquistada, hay demasiado ruido en unas mañanas interminables que solo puedo compensar con soledad y susurros.
¿Por qué no fui? Por el miedo a encontrarme con recuerdos del pasado, de otra época, de otra vida. No quiero ver a las personas que una vez amé y no me correspondieron, porque nunca me comprendieron. No quiero preguntas y respuestas banales, no quiero ironías ni condescendencia, no quiero ver en sus rostros los estragos del paso del tiempo ni en sus ojos la cobardía, el egoísmo, la falta de empatía. No quiero saber de su existencia porque antes buscaba su presencia. No quiero encontrar más vacío a mi alrededor. No hubo buenos tiempos, fueron unos momentos jóvenes y difíciles que intentamos llenar de cualquier manera. No quiero preguntarme por qué los deseé, si no merecen la pena, si sé todos sus miedos. No quiero encontrarme a esos profesores. No fui al funeral, porque hace más de veinte años que asistí al nuestro; no quise ir a la obra de teatro porque, en carnaval, en un portal cercano al instituto a distancia, arrojé bilis entretejida con ácido acetilsalicílico y versos malos; no me interesa saber que vives y  das clases de dibujo en un pueblo de Madrid, supongo que para no se te olvide llegar pronto; ya ni te saludo, vecino, donjuán de pacotilla, camino a las tragaperras. Todos sus recuerdos fundidos en negro sólo me aportan  desamor. ¿Qué fueron en mi vida? Nada. ¿Qué signifiqué yo en las suyas? Nada. Estamos en paz. ¿Por qué no fui? Por el miedo a encontrarme en el desierto agosto una mirada directa a la médula ardiente que no podría esquivar. Quería encontrarlo en la Gran Vía y, por eso, lo rehuí.

Los profesores de literatura, Luis García Montero

Interesante artículo de Luis García Montero de Público (lectura en internet que recomiendo a todo el mundo porque encima es gratis) que me manda mi alumno Angeloxo y del que destaco las palabras que nos dedica a los sufridos profes de literatura que nos debatimos entre la realidad y el deseo:

"Los planes de estudio suponen la decisión más evidente sobre el futuro. ¿Qué lugar ocupa la literatura en los colegios y los institutos? Si pensamos en la crisis del libro, no está de más recordar –en medio de las celebraciones del 23 de abril y de las campañas oficiales de animación a la lectura- la pérdida radical de espacio que la literatura ha sufrido en ese horario escolar que luego contagia cualquier minuto y se extiende por todos los rincones de la vida. Ninguna campaña ocasional marcada por un día festivo en el calendario puede compensar la situación precaria de la literatura en los planes de estudio.
Guardo pocas certezas sobre el futuro. Una de ellas es que la debilidad de la literatura en los planes de estudio simboliza los aspectos más negativos del mundo que se nos prepara. La aspiración de formar personas ha sido desplazada por el adiestramiento en una información seca al servicio de los mercados y de la servidumbre. En medio de esta inercia, los profesores de literatura son unos verdaderos resistentes cuando procuran contagiar el amor por los libros y por la imaginación. Su vocación les lleva a no dar la batalla por perdida. A ellos les pertenece el 23 de abril tanto como a los escritores, los editores, los bibliotecarios y los libreros".

domingo, 14 de abril de 2013

Lecturas no recomendadas


Es lo que tiene el e-book, las lecturas que haces son a ciegas, sobre todo si son gratuitas porque te las ha pasado la amiga de una amiga. Te mandan libros sin portada, sin que puedas hojear el contenido, sin que tengas ninguna referencia del autor. A eso se añade que lees en el metro porque gran  parte de tu jornada laboral la pasas allí y sigues la lectura porque no tienes otra cosa que hacer. No recomiendo ni Mañana lo dejo ni El verano sin hombres. Ambos libros los leí porque me gustaba el título, nada más. Han supuesto una pérdida de tiempo, ¡tantos clásicos que leer o revisitar y yo con tonterías que ni siquiera me han entretenido!
El verano sin hombres es una novela feminista bienintencionada, pero aburrida y previsible. La protagonista ha sido abandonada por su marido y en ese verano escribe un diario sobre sus relaciones con mujeres de todas las edades. Siuri Hustvedt es la mujer de Paul Auster. ¿A qué averiguáis el final?
 Mañana lo dejo es una novela para adolescentes tontorronas que recuerda al diario de Bridget Jones. La protagonista, torpe y divertida, se ha enamorado (busca desesperadamente su media naranja) de su misterioso vecino. El libro es tan pastelero que pensé que lo había escrito una mujer (tampoco escapo de los prejuicios), pero me he dado cuenta al buscar información para escribir esta reseña que es un hombre. Tal vez el descubrimiento justifique la visión tan estereotipada de los planteamientos vitales de la protagonista. Ha sido un éxito de ventas en Francia, pero no entiendo que le pueda gustar a alguien que tenga más de quince años. Y el caso es que el comienzo de la novela prometía. 

domingo, 31 de marzo de 2013

El hombre que amaba a los niños, Christina Stead


Leí la crítica que hizo Almudena Grandes en El País y me pedí para mi cumpleaños El hombre que amaba a los niños . Leí el prólogo de Felipe Benítez Reyes y me enfrenté a la novela  como si se tratará de una obra maestra. He tardado más de una semana en leerla y su lectura, a ratos, se me ha hecho insoportable. La novela no ha respondido a mis expectativas, es  repetitiva e incongruente. El estilo de la autora resulta cargante sobre todo en los múltiples diálogos entre el padre y los hijos en los utilizan un lenguaje dadaista. En esta pesadilla kafkiana, el matrimonio tiene mucho odio y  poco dinero; el padre es una mezcla de anarquista nazi que pretende vivir con su extensa familia como en un falansterio; la madre es una Madame Bovary, llena de deudas y de hijos. La hija adolescente del primer matrimonio del marido ejerce de cenicienta vengativa, refugiada en sus amistades lésbicas y en la literatura. Los niños son aparentemente felices en ese nido de cuervos.  Los episodios transcurren sin ningún interés entre escenas de malos tratos. La diferencia social entre los personajes no justifica su comportamiento. Estaba deseando acabarla y cuando cerré el libro, el hedor insoportable de la cocción del pez aguja en Spa House desapareció. Por fin se acabó la pesadilla de crueldad obsesiva y té negro.