M.L. tiene veinticinco años, habla inglés perfectamente y tiene dos
carreras, una de grado superior y otra de grado medio. Siempre ha sacado muy
buenas notas y se esfuerza en todo lo que hace. No ha encontrado trabajo en lo
suyo, el diseño y la moda, y como vive en Madrid, lejos de su familia, no le ha
quedado otra que buscar trabajo en lo que sea. Lo encontró en una pequeña tienda de ropa
y complementos en el centro de Madrid. Tiene un contrato de cuatro meses
por 37 horas a la semana y su sueldo no llega a los mil euros, de los cuales
más de cuatrocientos se van en pagar la habitación del piso compartido en el
que vive, si le restamos el dinero de la comida, el transporte y el ocio,
apenas tiene un remanente de 150 euros al mes para imprevistos y viajes. Pero
lo peor son sus condiciones de trabajo cercanas a la esclavitud, sólo tiene un
día libre a la semana que es el domingo, aunque un domingo al mes trabaja, y su horario es variable de
una semana a otra, nunca más de seis horas al día seguidas en turnos de mañana
y de tarde, a veces con tres horas de hueco. Resultado: no
hace otra cosa que trabajar, no puede hacer planes, ni estudiar, ni
tener una vida propia. Abre, cierra y limpia, es raro el día en que no invierte
más de veinte minutos, que regala a la empresa, en cerrar. Durante su jornada no
puede salir de la tienda ni a tomarse un café. Y lo peor: una cámara de
seguridad vigila constantemente a las dos empleadas, han recibido llamadas de sus jefes diciendo que no se apoyen
en los mostradores porque da mala imagen.
viernes, 18 de enero de 2019
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