Regalar es un arte y regalar arte lo es aún más. Siempre me acuerdo de la anécdota que contaba Agustín, un
compañero de instituto, para ejemplificar los regalos envenenados. Un amigo
suyo pintor les regaló un cuadro. No les gustaba y, después de ponerlo en un
pasillo, decidieron bajarlo al trastero. El problema era que ese amigo los
visitaba una vez al año y estaban obligados a subirlo, hasta que se les olvidó
y pasaron el momento más vergonzoso de su vida. Esto pasó mucho antes de que en
la película francesa Dios mío, ¿pero qué
te hemos hecho? (2014), en una escena hilarante los padres de Ségolene, artista plástica, casada con un banquero chino, hicieran exactamente lo
mismo que mi amigo Agustín.
A mí, que solo soy aprendiza, me ha ocurrido algo parecido al revés. Se casaba la hija de mi mejor amiga y, como tenía de todo, decidí
regalarle un cuadro hecho por mí a propósito que me llevó algunas horas y que me parecía moderno y colorista, de acuerdo con la personalidad de la regalada. Y cuál fue mi sorpresa cuando su
madre me contó que no era del agrado del novio y que no lo iban a colgar en su
casa. No sé si agradecer tanta
sinceridad. Ahora me explico por qué tengo mis paredes llenas de óleos
pintados por mí.
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