Le gustaban los animales. Alguna vez llegó a pensar que
prefería los cachorros a los niños. De pequeña alimentó con su boca a un
gorrión que acabó aplastado por el culo de una pariente. Como siempre estuvo de
la ceca a la meca, no pudo tener ninguna mascota propia y acariciaba a
cualquier perro o gato que encontrara en su camino. Invariablemente, ellos la
perseguían con un amor incondicional. Solo consiguió tener periquitos y
canarios, a los que liberaba de su jaula.
Estos, henchidos de amor, acababan buscando cobijo y calor en su cuello, mientras que a los demás miembros de su familia, encargados de limpiarlos, solo
les picoteaban en la cabeza. En el chalé donde veraneaba, reunía a todas las
mascotas de la vecindad sin utilizar ninguna flauta, los hipnotizaba en silencio con sus manos delicadas y
bellas. Su admirador más insistente era el gato blanco de los vecinos que, agitando
su cascabel, se paseaba majestuosamente a su alrededor para acabar acurrucado
en sus pies. Septiembre suponía la vuelta a la rutina, se cerraba la casa y se disolvía
la corte de mascotas. Cuando volvió por Navidad, se encontró con un espectáculo
dantesco al abrir su habitación. Entre un olor nauseabundo, la ropa de la cama
revuelta y rasgada, el colchón carcomido, los visillos llenos de heces, yacía,
casi momificado, el gato. Se había
quedado encerrado en la habitación de la amada cuando silencioso la siguió para
ver cómo preparaba la maleta. Al saludar a los vecinos, se enteró del disgusto
que tenían por la desaparición del gato. Reprimió sus lágrimas y calló sobre su muerte
en su cárcel de amor. Hoy todavía se
pregunta cómo nadie oyó sus desesperados maullidos.
viernes, 19 de mayo de 2017
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