Mientras desayunaba, desde la ventana de una cafetería convertida en un tragaluz porque unos carteles ocupaban la mayoría del cristal, observaba las piernas y los pies de los
transeúntes que deambulaban por la calle, cuerpos demediados que se movían ágilmente.
Dada la hora, en la coreografía bailaban más piernas de mujeres que de hombres y
algún niño en cochecito. Piernas y pies
blancos, recién salidos de los pantalones invernales, a punto de zambullirse en las
piscinas. Con impúdica crudeza, se
sucedían piernas estilizadas, gambas piernicortas, patas pantorriludas,
pinreles perniabiertos, remos zambos. Y todo un muestrario de calzado: sandalias, bailarinas, zapatillas de deporte, menorquinas, algún
zapato de tacón y, de repente contra
todo pronóstico, un hortera con unas botas chúpamelapunta que con toda
seguridad estaban achicharrando los dedos de su propietario. Andares decididos,
titubeantes, basculantes, temblorosos, firmes, audaces, cansinos, torpes, elegantes.
Se identificó con los pies, con marcas de heridas en el talón, de una mujer madura sobre unos zuecos
pasados de moda, que sostenían unos tobillos hinchados, y se dio cuenta de que nunca había entendido la expresión tan contento como un niño con zapatos nuevos. Lo que hubiese dado por volver a los calcetines del invierno. Y es
que en junio, con los primeros calores, los pies están tan tiernos como los de un bebé.
sábado, 11 de junio de 2016
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