Fue un viaje a ciegas. No se sabe cómo, pero los dos fueron
enrollados para pasar unos días con una pareja de amigos. No se conocían. A
cada uno de ellos le dijeron que si no le importaba que fuese su amigo-a, muy
majo-a, por cierto. Pues claro que no, contestaron. No hicieron preguntas, no
se vieron antes de emprender la marcha. Los cuatro eran profesores jubilados.
En el aeropuerto se miraron de reojo con gran susto. Ella pensó: qué tipo más
extraño, delgado, inexpresivo, calvo con una estrella roja en la boina. Él
pensó: qué mujer más estrafalaria, gordita, nerviosa, con una escarola
pelirroja en la cabeza. Cuando se repartieron las habitaciones en el hotel,
dijeron al unísono que ellos compartirían una. En el ascensor ella le comentó:
tengo que avisarte que ronco, me lo han dicho mis sobrinos y un sobrino nunca
miente. No importa, respondió. Ella no había dormido nunca en una habitación
con un desconocido, se sentía insegura; el primer día durmió fatal, no sabía
dónde cambiarse, qué hacer con la ropa, cómo apañárselas en el cuarto de baño.
Él durmió a pierna suelta, acostumbrado a viajar a sitios exóticos con
compañías de todo tipo. El segundo todo fue mejor. Los dos, callados, con un
peculiar sentido del humor, están acostumbrados a estar solos. La convivencia
fue muy fácil. Distantes y cercanos, nunca se contaron sus sentimientos.
Pasados los cuatro días, se despidieron con una mezcla extraña de pena y liberación.
Les resultó muy duro acostumbrarse a la vida cotidiana después de unos días tan
intensos.
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