jueves, 5 de marzo de 2015

Acerca de un libro que trata de la rivalidad entre escritores

Este es un libro que preferiría no haber leído. Lo he hecho casi a hurtadillas, como temiendo a cada momento ser sorprendido en una práctica vergonzosa, a regañadientes, tomando el libro cada vez con cierta repugnancia y dejándolo ya francamente en la náusea, pero sin ser capaz de abandonarlo definitivamente y acechando pronto la ocasión de retomarlo, como uno de esos vicios que nos estragan pero nos retienen con su viscoso atractivo. Pero, como han dicho muchos, Cervantes entre otros, no hay libro, por malo que sea, que no contenga algo bueno.
      Algunas de las trifulcas recogidas en el volumen son muy conocidas, pero otras muchas no, al menos para un lector medio no especializado, como es el caso. La impresión general es profundamente desagradable, pero, por decir también de entrada algo positivo, nos hace bajar del pedestal a algunas de las grandes figuras de nuestras letras de ambas orillas, por si acaso alguien pensara que eran seres adánicos, angélicos y seráficos. Pero hay más problemas.
   El primero es el de la crítica de los textos en que se fundamenta el volumen. En general, el autor los documenta de modo genérico, pero no preciso (en general no se cita por página, párrafo, referencia bibliográfica exacta, es decir, si los textos provienen de consulta directa o de segunda o tercera mano… etc.). Es verdad que el volumen no parece pretender ser una obra de investigación rigurosa stricto sensu, sino más bien de carácter divulgativo. Pero en un terreno tan delicado como la imagen personal, literaria, ideológica, histórica de los autores tratados todo el cuidado es poco. Se precisaría una crítica textual depurada para asegurar en lo posible (siempre hay en esto un margen de duda e inseguridad) la fiabilidad de los documentos aducidos. El autor del libro, o los precedentes consultados, ¿han hecho ese trabajo crítico en todos los casos? ¿Cuántas erratas o errores (involuntarios o deliberados) se han podido deslizar en la larga cadena de transmisión textual hasta llegar al libro editado? No se trata, por supuesto, de las posibles malevolencias y tergiversaciones que entren en las opiniones vertidas por los personajes, sino de la limpieza básica de las fuentes. Por otra parte, ¿se han contrastado siempre las distintas y a menudo divergentes versiones de un mismo hecho o de las palabras pronunciadas? El autor del libro presenta en ocasiones algunas variantes de los hechos, pero otros muchos quedan en la duda. Estamos, pues, en un terreno peligrosamente resbaladizo entre la divulgación científica o cultural de carácter serio y la prensa amarilla y sensacionalista, lejos del buen periodismo (si este emparejamiento no es oximórico) que siempre contrasta fuentes, exige más de un informante, etc. Desde luego no quiero decir que el libro caiga siempre de ese lado malo, sino de la inseguridad que nos transmite en una lectura crítica.
   Otro aspecto, más de fondo, es la finalidad a que apunta la obra. ¿Qué nos aporta saber que un escritor haya dicho de otro que olía mal? Los insultos (y hasta golpes) que otros se cruzaron en un lance de acaloramiento ¿deben influir en nuestra consideración de sus respectivas obras? Recuerdo el desagrado que me produjo leer que una de nuestras cimas poéticas quedó horrorizado al ver en casa de otro gran autor un huevo frito olvidado en una silla (y luego lo contó), incidente omitido, por fortuna, en el presente libro, como tampoco aparece lo que vi, con crispación paroxísmica, hace muchos años en la crónica de un escritor de 2ª o 3ª fila donde relataba que, al ir a entrevistar a un gran prosista que vivía retirado, ya anciano, en su masía, este lo recibió “con la bragueta aparatosamente abierta”.
   Dicen los sabios que las especies carroñeras (buitres, hienas…) contribuyen eficazmente a mantener un buen nivel de salubridad en el medio ambiente, pero en el caso que nos ocupa no se trata de drenar y, por tanto, hacer desaparecer los detritus, sino de hacinarlos y depositarlos de modo permanente, como un gran muladar, ante el público, y además con la agravante de que, por las razones antes apuntadas, no hay seguridad sobre el fondo y la forma de los testimonios.
   Al dar fin a estas líneas me asaltan dos temores. Uno, que este tipo de asuntos y de obras no deberían ser comentados y aireados, como estoy haciendo ahora, sino velados en un prudente y avergonzado silencio; en definitiva, como dijo el Otro, peor es meneallo. Y el segundo, que me queda la impresión de haberme excedido en la crítica sobre un libro tan entretenido e incluso interesante, aunque sólo sea porque, como dijo Torres Villarroel, “oir mal del vecino nunca fue ingrato a la oreja”. Pero hay otro dicho, más antiguo y popular: todo se contagia menos la hermosura

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