Hay que deshacer la casa es una
obra de teatro de Sebastián Junyet que vi hace mucho tiempo interpretada por
dos hermanas que se deben repartir la herencia en el domicilio familiar, tarea nada fácil puesto que todos los objetos tienen detrás recuerdos y reproches.
Este verano, me ha tocado a mí sola la ingrata tarea de deshacer la casa de mis
padres, después de haber sido ocupada por unos drogadictos y de que la policía reventara la puerta de entrada con
una orden de registro. He tenido que hacerlo en vida de mi madre. Le prometí, cuando la memoria habitaba en ella, cuidar su casa y no lo he hecho, se
la he deshecho. Después de llevar más de quince años abandonada y sin limpiar, se
asemejaba a una tumba. Había más arena que en una playa y más polvo
que en el decorado de una película de miedo. Los ladrones habían reventado con cuchillos los armarios que aparecían destripados y desordenados. Todos los objetos de valor habían desaparecido. El tiempo se había detenido entre
habitaciones de principios de siglo pasado, años cuarenta y ochenta, cuando se
había hecho la reforma; parecía la casa de Cuéntame. Los
muebles que estaban mejor se los he dado a los habitantes de casa Zoilo, que me
acogen todos los veranos como si fuera una más de la familia, allí los podré ver. Mi madre había acumulado cosas y más cosas sin ordenarlas. Han
aparecido más de seis tulipas que no se corresponden con ninguna lámpara, el
camisón de piel de melocotón de su noche de boda, la ropa de acristianar con las iniciales de mi padre y los bordados que mi abuela materna hizo en la Normal de Castellón. El problema son los recuerdos de mi padre, los libros y las revistas de los años
cuarenta (Destino, Campeón) y de los setenta (Triunfo) que no sé qué hacer con ellos. Todavía quedan sin
tirar más de ochenta bolsas de basura llenas de porquería, de objetos rotos, de
visillos ennegrecidos y ropa vieja. Parece mentira todo lo que podemos acumular
en vida, aunque sepamos que nos vamos ligeros de equipaje. Ha sido muy duro
desprenderme de algunos objetos, sobre todo de los ligados a mi infancia.
Me
he acordado de un poema de mi compañero Ángel Guinda, donde se pregunta adónde
van las casas y los objetos que las habitaron. La respuesta a este ubi sunt es bastante clara: primero al olvido y luego a la basura.
¿Adónde van?
Las casas y objetos que nos
habitaron,
los grandes descalabros,
los triunfos,
las promesas incumplidas,
la ilusión caducada,
los instantes tremendos,
las huellas que se interrumpen,
los placeres,
los días tenebrosos,
las citas decisivas,
la avidez desplomada,
los álbumes de fotos,
los vivos y los muertos.
La casa es preciosa, modernista de principios del siglo XX, un dúplex con salón, dos cuartos de baño y cinco habitaciones con mucha luz, situada en el centro del pueblo con inmejorables vistas a las fiestas de Moros y Cristianos, eso sí, sin ascensor. La voy a poner en venta. No fui capaz de hacer fotos ni antes ni después del desastre, supongo que para olvidar. Si la casa estuviera en Madrid, sería muy afortunada.
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