Veinticinco años después, por fin, hacía la reforma
de su casa. Los recuerdos embalados. El alma por los suelos. Los apuntes en la
papelera. La memoria en el olvido. Las fotos a buen recaudo. El suelo, mil
veces pisado y fregado, había sido forrado con tarima flotante. Las puertas de cartón piedra, llenas de
rasguños, eran ahora de un blanco resplandeciente. Los sanitarios rotos de
color sepia inmaculadamente sustituidos. Ya no había grifos goteando por la cal, ni nidos de cable escalador por las paredes. La regleta del aire acondicionado había desaparecido
a golpes de albañil y de talonario,
incluida la mordida para Hacienda. Pero de lo que más liberada se sentía
era de soltar lastre, de deshacerse del tambucho, de la caja situada encima de
la ventana del salón dentro de la cual se enrollaba la persiana. Bonita palabra
que se convertía en la metáfora de estos años con abultados recuerdos,
impregnados de polvo, descascarillados, estancados y retorcidos. Tenía la
esperanza de que con la pérdida irreparable del tambucho desapareciera también
el insistente dolor de muelas, que tenía instalado en la mandíbula hacia más de
tres meses, sin que los antibióticos le hubiesen ganado la batalla a la
infección que anidaba en lo más profundo de la raíz; pero no ha sido así, la muela deberá ser arrancada como el tambucho.
miércoles, 13 de marzo de 2013
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3 comentarios:
¡Qué bien escrito! No tenía ni idea de la existencia de ese término, tambucho, me quedo admirada de que siempre haya palabras para nombrar todo, todo eso que nombramos por medio de perífrasis más o menos acertadas y de pronto descubres que hay un término especifico para cada cosa. Gracias por la información.
¡Bravo!
Pero... qué bien escribes ...
(me he reído mucho porque Tambucho era el perro que tenía en mi barco)
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