Jules et Jim |
De una chafardera lletraferida a un xarnego, pariente sentimental de Pijoaparte
Los jóvenes catalanes de los setenta estaban más cerca de París que de Madrid, que por entonces era el centro del poder franquista, el ombligo de la España pintada de color gris y banderas rojigualdas. A los madrileños nos llamaban mesetarios y no estaban equivocados. Allí conocí a Eduardo y su amigo Felipe, ambos de L´Hospitalet de Llobregat. Eduardo era entonces un guapísimo joven de ensortijada melena negra y sonrisa encantadora (seguro que lo sigue siendo). Ingenioso, impredecible, divertido, compaginaba Magisterio con estudios de Arte en la escuela Massana de Barcelona. Sus dibujos y pinturas reflejaban todo el mundo de de las vanguardias. Felipe, de pelo largo y una piel tan blanca como la mía, trabajaba. Eran opuestos físicamente y complementarios en sus actitudes. A su lado, cautivada por su personalidad, me sentía tan libre y feliz como Jean Moreau en la película Jules y Jim de Truffaut, Con ellos sentí la fuerza de los veinte años que cantaba Serrat (Ara que tinc vint ans) pensando en la enorme suerte que tenía por haberlos conocido. Recibir las cartas y postales de Eduardo con una letra redonda de esmeradas mayúsculas me llenaba de alegría. La amistad que forjamos estaba basada en dos pilares: la película El gran dictador y la muerte del general Franco.
El gran dictador
En el verano del 75 estuve dos meses viviendo en París, donde asistí a las clases de la Alliançe Française. En el puente de Nôtre Dame hubiese podido cambiar mi vida (no sé si para mejor o peor) si hubiese ido a Copenhague; pero me quedé a medio camino, acabé en Ámsterdam con unas amigas. El autobús nocturno que hizo el viaje de ida y vuelta estaba lleno de extranjeros, pero me llamó la atención un grupo de catalanes formado por dos chicos con pinta de charnegos (Eduardo y Felipe) y una silenciosa chica rubia con pinta de pija, tal vez el recuerdo esté influido por la lectura de Últimas tardes con Teresa. Los chicos se sentaron juntos y la chica compartió asiento toda la noche con un senegalés de enorme envergadura. A la semana siguiente me los encontré en la cola del cine para ver la película de Charlot El gran dictador. Sacamos juntos las entradas y compartimos carcajadas. A la salida, descubrimos que vivíamos muy cerca, yo en la rue de la Glacière y ellos en la rue de la Santé. Se ofrecieron a llevarme en su coche y me dejaron el sitio del copiloto. Eduardo Iba conduciendo de una forma temeraria. Al doblar una rotonda nos paró la policía, nos pidieron la documentación y los papeles del coche. A la pregunta de quién era el vehículo, él contestó que de su tía con la que estaba pasando unos días. Nos enfocaron con las linternas y nos dejaron ir. Los nervios me entraron cuando me enteré de la historia verdadera: no tenía carné de conducir, lo había falsificado, su tía estaba de vacaciones y había cogido el coche sin su permiso. Pensé que en España, esa contestación sincera nos habría llevado al calabozo por chulos.
La muerte del
pequeño dictador
La siguiente vez nos vimos en Madrid cuando murió Franco en un frío día de noviembre. Vinieron los dos amigos que seguían manteniendo su pinta de sospechosos y en los alrededores del Palacio Real nos paró la secreta. Solo les pidieron a ellos los carnés y les acribillaron a preguntas por ser catalanes. Otra vez temí que acabáramos en chirona. No fue así. Nos libramos por segunda vez. Mis padres entonces vivían en Granada y yo les acogía en su casa, donde dormían acojonados bajo la amenaza de una araña de bronce descomunal encima de la cama de matrimonio.
En junio del 76 inauguró una exposición en Sitges y me invitó a pasar unos días. En medio de la sala colgaba del techo una butifarra, enmarcada y dispuesta a ser engullida, con la que todo el mundo tropezaba sin inmutarse. Un toque surrealista que debía a su maestro Dalí. Los bares de Sitges, llenos de extranjeros de todas las orientaciones sexuales, no tenían nada que ver con los familiares de Alicante que yo conocía, nuestro preferido era un bar donde los asientos eran unas camas que se balanceaban suspendidas en unas guirnaldas de colores. Una noche, Felipe que venía de Barcelona llegó tarde a cenar, Eduardo le sorprendió con un plato de carne especialmente preparado para él. Apenas lo probó Felipe, Eduardo apareció sonriente con una lata de conservas con el lema Para perros felices. Escenificaron un enfado y estuvieron peleándose y buscándose por todo el apartamento como en una película muda. Siempre ponían un grado de locura maravillosa en mi vida tan ordenada como aburrida, su extroversión contrastaba con mi introversión.
Los últimos
encuentros
De vuelta de un viaje a Granada en Vespa, pasaron por Madrid, no sé la de horas de viaje que le echaron. Las locuras geniales continuaban, pitaban los anuncios en el cine y saludaban al entrar en el Metro y en el Burguer King de Princesa que acaban de inaugurar. En El último cuplé, Eduardo se presentó voluntario para escenificar uno de los picantes cuplés de Olga Ramos. Poco después a Eduardo le tocó hacer la mili en Vitoria y nos volvimos a ver en Madrid. Recuerdo que me dijo entonces que en la mili, toda una escuela de vida domesticada, había que pasar desapercibido: ni ser el último ni el primero. Poco a poco las cartas se distanciaron hasta perder el contacto, justo cuando la vida se iba poniendo seria.