Siempre había sido
una niña torpe, calculaba mal las distancias, tropezaba y se caía dentro y
fuera de casa. Dentro, realizaba vuelos
sin motor al salir de la bañera, le bastaba con que una esquina de una alfombra
estuviera levantada o que el edredón de la cama cayera en el suelo para perder
el equilibrio; se despeñaba al bajar de una escalera de mano después de poner los
visillos. Fuera, la punta de su zapato se quedaba encasquillada en el borde de
cualquier baldosa mal puesta o de un alcorque; resbalaba sobre la única hoja
que conservaba el rocío de la mañana; se deslizaba si había agua en el suelo;
perdía el equilibrio en los autobuses. Y esto le ocurría tanto si iba sola o
acompañada. Con el tiempo y con el miedo a las caídas y a los esguinces, fue
siendo más precavida e intentó pisar firme. Cambió su calzado, dejó los zapatos
de tacón y buscó zapatos planos con suela antideslizante. Pero inexplicablemente,
solo consiguió que su pisada se hiciera más firme y a la vez más resbaladiza. Por eso no podía soportar los vídeos,
supuestamente graciosos, de las caídas torpes de seres anónimos que inundaban
las redes sociales, porque siempre se preguntaba si el protagonista se habría
roto algo, si habría acabado en el hospital, cómo se las apañaría después, cómo
habría sido su rehabilitación. Mientras los demás reían, ella sufría. Ahora
estaba viendo la tele sentada en una silla de ruedas alquilada. Su última caída
más dura había sido en el metro cuando trastabilló con su propia pierna y se
rompió el fémur. ¡Menos mal que fue a la
ida del curso de cata de vinos y no fue a la vuelta!, se decía mientras
intentaba no venirse abajo.
viernes, 16 de diciembre de 2016
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