Leonardo Padura ha sido para mí todo un descubrimiento. Empecé
leyendo Herejes que me parece una novela redonda y he terminado con las cuatro novelas del detective Mario Conde que
hacen referencia a las cuatro estaciones. Mario es un policía triste (no un
triste policía) que lucha para que los malos la paguen en la Habana de finales
de los ochenta, un tipo empecinado en rehacer la historia. Con ecos de sus novelas favoritas del género,
es un (¿apetecible?) soltero de treinta y seis años, prealcohólico, adicto a
las duralginas, pseudoescritor, cuasiesquelético, posromántico, con principios
de calvicie, úlcera y depresión y
finales de melancolía crónica, insomnio y existencias de café descompuesto, dispuesto a compartir su cuerpo, fortuna e inteligencia con una mujer de
cualquier color, incluso árabe si no es musulmana. Es de los que se enamoran: sufre y canta
boleros.
Las novelas cuentan la
historia del detective y sus amigos (la generación escondida: hijos de la revolución, atados a Cuba,
pero con necesidad de huir) antes y después de todos los desastres: físicos,
morales, espirituales, matrimoniales, laborales, ideológicos, religiosos,
sentimentales y familiares, de los que solo se salvaba la célula originaria de
la amistad, tímida pero insistente como la vida. Padura se presenta como un escritor inteligente y lúcido, autor de unos diálogos tan ingeniosos como los de otros escritores nacidos en ese país hecho de mestizajes.
Estuve en Cuba como turista por aquellos años y me enamoré de sus gentes y de su paisaje. Nunca pude comprender como el bloqueo de EEUU les estaba asfixiando sin que ningún país les defendiera, una vez caído el imperialismo ruso.
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