Se ha dicho de Pérez Galdós que murió pobre, solo y ciego. La única verdad es la última. Lo de pobre y solo se ha exagerado como en el caso de otros escritores que vimos estampados en otros billetes de las antiguas pesetas: Bécquer y Rosalía de Castro, tal vez un sarcasmo que refleja las dificultades de muchos escritores si querían vivir solo de su pluma.
Galdós siempre fue muy generoso, tuvo problemas
económicos, es cierto, pero poseía bienes inmuebles y vivió al amparo de su
familia a la que se le daban mejor los negocios que a él ("Mientras más libros vendo, menos dinero gano. Voy a ser el único editor que se haya arruinado a fuerza de vender muchas ediciones"). Tampoco le
abandonaron sus amigos, tenía muchos, y cuando murió una multitud de madrileños
asistió a su entierro.
Imágen del entierro de Galdós |
La ceguera que padeció el autor aparece de forma
reiterada en sus personajes, desde el principio de su obra literaria, pero sobre todo en su etapa final de modo
autobiográfico ( Ver el enlace La ceguera y otras enfermedades oculares en las novelas de Galdós). Comenzó con problemas de visión antes de los cuarenta años. Más
tarde padeció una iritis (diagnosticada por su amigo Marañón) y cataratas
bilaterales, más acentuada en el ojo izquierdo, de las que fue operado en 1911 y
1912 por el Dr. M. Márquez y su mujer, Trinidad Arroyo, la primera oftalmóloga
española. La descripción pormenorizada de las operaciones que le produjeron la ceguera están descritas con todo detalle en la biografía de Yolanda Arencibia que figura en la entrada anterior del blog. Todo indica que pudo perder la visión por una sífilis terciaria, una enfermedad de gran prevalencia
en la época y que el autor describe en su novela Lo prohibido donde cuenta la vida licenciosa de un solterón.
El 24 de agosto de
1907, don Benito escribe a su hija María de 16 años y le corrige con humor su
ortografía: «No se escribe ‘hojo’, que es un gran disparate. Se escribe ‘ojo’.
Esa ‘h’ es una catarata que le has puesto al ojo, y para cataratas bastante
tengo con las mías.»
Galdós retratado por Alfonso Sánchez 1910 |
En el episodio nacional Cánovas (1912),
el narrador-testigo,Tito Liviano (bautizado así en honor del historiador Tito
Livio) cae enfermo y durante algún tiempo está ciego (como lo estaba Galdós
mientras dictaba el episodio). Tito
ve mejor lo no visible, quien no puede ver lo de fuera es quien mejor verá lo
de dentro y en las alucinaciones de la temporal ceguera va decantándose su
juicio, y agudizándose reflexión y presentimientos:
" Después de Semana Santa empecé a notar que mi vista se nublaba; sentía como arenillas en los ojos, sin que de ello me aliviasen los cuidados de Casiana, que dos o tres veces al día bañaba con agua de rosas mis pupilas enfermas. Los patrones me recomendaron ejercicio y distracción. Conforme con este tratamiento elemental, mi compañera sacábame de paseo todas las tardes; pero mi vista mermaba tan rápidamente, que a los pocos días de estas divagaciones por el Botánico y Ronda de Atocha, tuve que agarrarme al brazo de mi leal Casianilla para no tropezar con los transeúntes. Al propio tiempo crecía la fotofobia, y ni aun amparando mis ojos con gafas negras érame posible resistir la viveza de la luz en plena calle. Fue menester reducir los paseos a la hora crepuscular, motivo mayor de tristeza y abatimiento. Siguieron a esto dolores en las sienes, vascularización en la córnea, que perdía su brillo, tomando según me dijeron un aspecto mate, sanguíneo (...).
Terminó el diagnóstico con el nombre científico y un tanto enrevesado de lo que yo padecía. No se me olvida aquel nombre, que fue como un rótulo, clavado por el médico en mi frente: Queratitis Parenquimatosa». Desde aquella tarde quedamos unidos con vínculo estrecho mi Queratitis y yo, cual un matrimonio doloroso que había de durar hasta que la ciencia del oculista nos divorciara. Fortalecido por mi paciencia, de la que hice acopio exuberante, cargaba mi cruz y con ella recorría el agrio camino de la vida hora tras hora, semana tras semana. Recluso en mi habitación, sumido en intensa obscuridad, yo no distinguía los días de las noches, ni un día de otro, ni apreciaba el principio y fin de cada semana. Era para mí el tiempo un concepto indiviso, una extensión sin grados ni dobleces. Las únicas interrupciones de la continuidad eran los momentos en que me hacían la cura de los ojos el doctor o su ayudante. Mi ceguera llegó a ser absoluta, mis ojos inflamados dábanme la sensación de dos ascuas mal contenidas dentro de las órbitas. Los fomentos calientes y las duchas de vapor, que me administraba el ayudante del oculista, aliviábanme a ratos. Casianilla me servía con puntual solicitud la medicación interna, mercuriales, antisépticos... Cuando a mis oídos llegaba el tintín de la cucharilla revolviendo las dosis terapéuticas en el vaso de agua, sentía yo cierto regocijo. Aquel rumor cristalino era mi único reloj, y por él tenía yo un vago conocimiento de las horas... En cierto modo imitaba el ritmo de la Queratitis, arrullándome en sus duros brazos... Mi existencia no era más que una sombra encerrada en ancha caverna, que ya me parecía roja, ya de un tinte violáceo surcado de ráfagas verdes"*.
" Después de Semana Santa empecé a notar que mi vista se nublaba; sentía como arenillas en los ojos, sin que de ello me aliviasen los cuidados de Casiana, que dos o tres veces al día bañaba con agua de rosas mis pupilas enfermas. Los patrones me recomendaron ejercicio y distracción. Conforme con este tratamiento elemental, mi compañera sacábame de paseo todas las tardes; pero mi vista mermaba tan rápidamente, que a los pocos días de estas divagaciones por el Botánico y Ronda de Atocha, tuve que agarrarme al brazo de mi leal Casianilla para no tropezar con los transeúntes. Al propio tiempo crecía la fotofobia, y ni aun amparando mis ojos con gafas negras érame posible resistir la viveza de la luz en plena calle. Fue menester reducir los paseos a la hora crepuscular, motivo mayor de tristeza y abatimiento. Siguieron a esto dolores en las sienes, vascularización en la córnea, que perdía su brillo, tomando según me dijeron un aspecto mate, sanguíneo (...).
Terminó el diagnóstico con el nombre científico y un tanto enrevesado de lo que yo padecía. No se me olvida aquel nombre, que fue como un rótulo, clavado por el médico en mi frente: Queratitis Parenquimatosa». Desde aquella tarde quedamos unidos con vínculo estrecho mi Queratitis y yo, cual un matrimonio doloroso que había de durar hasta que la ciencia del oculista nos divorciara. Fortalecido por mi paciencia, de la que hice acopio exuberante, cargaba mi cruz y con ella recorría el agrio camino de la vida hora tras hora, semana tras semana. Recluso en mi habitación, sumido en intensa obscuridad, yo no distinguía los días de las noches, ni un día de otro, ni apreciaba el principio y fin de cada semana. Era para mí el tiempo un concepto indiviso, una extensión sin grados ni dobleces. Las únicas interrupciones de la continuidad eran los momentos en que me hacían la cura de los ojos el doctor o su ayudante. Mi ceguera llegó a ser absoluta, mis ojos inflamados dábanme la sensación de dos ascuas mal contenidas dentro de las órbitas. Los fomentos calientes y las duchas de vapor, que me administraba el ayudante del oculista, aliviábanme a ratos. Casianilla me servía con puntual solicitud la medicación interna, mercuriales, antisépticos... Cuando a mis oídos llegaba el tintín de la cucharilla revolviendo las dosis terapéuticas en el vaso de agua, sentía yo cierto regocijo. Aquel rumor cristalino era mi único reloj, y por él tenía yo un vago conocimiento de las horas... En cierto modo imitaba el ritmo de la Queratitis, arrullándome en sus duros brazos... Mi existencia no era más que una sombra encerrada en ancha caverna, que ya me parecía roja, ya de un tinte violáceo surcado de ráfagas verdes"*.
En el verano de 1915, don Benito le confiesa a su amigo
santanderino Barrio y Bravo: «No puedo, no puedo hacer apenas nada con estos
dichosos ojos, que son mis tiranos. Lo que yo quisiera hacer he de aplazarlo
forzosamente, no sé hasta cuándo. Ahora tengo que contentarme con dictar cosas
cortas».
Entre 1913 y
1920 Galdós parece la figura de El abuelo,
es un anciano alto, huesudo, pálido, un poco encorvado. Camina torpe y
arrastrando los pies. El bigote amarillo de nicotina le cae sobre la boca. Le
queda una pelambre canosa y lacia. Unas gafas negras le enternecen los ojos ya
sin luz. Viste con descuido prendas sumamente holgadas: un abrigo largo, una
bufanda arrollada al cuello, un flexible dejado de cualquier modo sobre la
cabeza. Su mano derecha se apoya en un viejo bastón, su garrote. La izquierda
se coge al brazo de quien le sirve de lazarillo. Falleció el 4 de
enero de 1920 en su domicilio de la calle de Hilarión Eslava número 7 que
poseía su sobrino José Hurtado de Mendoza.
Todos estos datos los he conocido después de operarme de cataratas y me han puesto el vello de punta, menos mal que los tiempos avanzan que es una barbaridad, sobre todo en cirugía ocular. Han servido para acercarme a mi abuela Ángeles Caturla que, después de visitar a distintos oftalmólogos, incluido Barraquer, se quedó ciega por un glaucoma a mediados del siglo pasado. A mí no me llegó a conocer a través de la vista.
*Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, del profesor, investigador e historiador Francisco Cánovas Sánchez (2019).
Todos estos datos los he conocido después de operarme de cataratas y me han puesto el vello de punta, menos mal que los tiempos avanzan que es una barbaridad, sobre todo en cirugía ocular. Han servido para acercarme a mi abuela Ángeles Caturla que, después de visitar a distintos oftalmólogos, incluido Barraquer, se quedó ciega por un glaucoma a mediados del siglo pasado. A mí no me llegó a conocer a través de la vista.
*Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, del profesor, investigador e historiador Francisco Cánovas Sánchez (2019).