Por fin volvíamos a casa, solo nos quedaban unas horas en el
aeropuerto de Lima. Estaba destrozada, me dolían las piernas hinchadas, tenía falta de sueño y solo añoraba mi cama rica. La sala de espera para el embarque estaba casi vacía, mi grupo buscó unos asientos casi al final, a mi lado quedaban
siete asientos libres. Pasado un tiempo, me fijé en una desconocida que caminaba con
paso firme hacia nosotras para sentarse justo a mi lado. Me tuve que incorporar
para no invadir su espacio. ¡Qué lata! ¡Qué
sinsentido! Me dije. Inmediatamente se puso a hablar por el móvil en voz alta
con su suave acento, primero con su asistenta para que le arreglara la casa
como a ella le gustaba, luego con lo que
parecía que era su familia y finalmente con su secretaria a la que le dio toda una
lección de cómo debe funcionar una empresa. Fue imposible no escucharla.
Estuve a punto de levantarme pero, en esos momentos, todas las demás filas de
asientos se estaban llenando y me dio pereza. Cuando colgó el teléfono, empezó
a preguntarme por la puerta de embarque, de dónde era, qué me había parecido el
viaje, qué edad tenía. Apenas escuchaba mis respuestas y aprovechó para contarme su vida.
Trabajaba en una multinacional de minería y viajaba mucho al extranjero, se
había casado a los dieciocho años con un japonés del que se había divorciado,
tenía cuatro hijos y diez nietos. Iba a visitar a su hija y a su yerno
que eran médicos en Guadalajara. Tuve
que fingir interés mientras observaba su bello rostro cincelado por la cirugía. La piel tersa como recién planchada, sin bolsas en los ojos, las
cejas pigmentadas, los pómulos elevados, los labios excesivamente carnosos, la dentadura prominente, el pelo negro azabache recién teñido. En un momento
acercó su brazo al mío afirmando que ella estaba tan blanca como yo, pero sin
una mancha, sin una peca. Me dijo que como era de la zona norte, de la selva, utilizaba
productos de medicina natural para retrasar el envejecimiento y aclarar la piel.
Me fijé en su pecho firme y bien colocado que no se correspondía con los cincuenta
y nueve años que me me había confesado que tenía. No me quedó más remedio que alabar
su belleza. ¿Tendría el mismo cirujano que Isabel Preysler o Ana Obregón, de
las que parecía hermana? El cartel luminoso nos avisó de la inminente salida de
nuestro vuelo, nos despedimos con un cariñoso abrazo de su parte, de la mía no
tanto y, al darle dos besos en la mejillas, en lugar de hueso encontré dos
almohadillas suaves, minúsculas comparadas con las de su pecho, contra las que previamente
había rebotado. Era la primera vez que abrazaba a una mujer recauchutada.
También observé que su altura era ficticia, unas plataformas de casi veinte
centímetros la elevaban del suelo. Entonces me acordé de las chicas neumáticas de
la novela de Huxley Un mundo feliz. Lenina,
la chica alfa de la que se enamora Bernard Marx es voluptuosa y sexy, con un
cuerpo acolchado, pero también insípida, sin sentimientos ni interés en nada,
como el nuevo mundo.