El capítulo I de
La transparencia del tiempo de mi admirado Leonardo Padura supone una dura y realista reflexión sobre
la llegada de la vejez, muy cercana al poema de Gil de Biedma* y muy distanciada del tratado clásico
De
Senectute (Acerca de la vejez) que supone un canto a la senectud. Cicerón
muestra a Catón el Viejo, un vigoroso anciano de 84 años, conversando con dos
jóvenes admiradores suyos. El longevo personaje atribuye los defectos achacados comúnmente a la edad al
propio individuo y no a la vejez en sí misma.
No me queda más remedio, porque ya no volveré a ser joven y por la cuenta que me trae para afrontar esta edad de la vida, que quedarme con la equilibrada reflexión de mi amigo Manuel Casal que distingue entre el anciano, persona de
mucha edad, y el viejo, un inútil de mente terca y cerrada. “Se puede ser viejo
a cualquier edad. De hecho, la vida está llena de viejos de pocos años. Toparse
con alguno de ellos es una desgracia”.
El capítulo entero se puede leer
aquí, pero no me resisto a resaltar algunos párrafos para facilitar la tarea al lector ocupado:
“La evidencia de una cantidad tajante, incluso de sonoridad
obscena (sesenta, sesenta, algo se desinfla y estalla, sse-sssen-ta), se le
había presentado como una ratificación incontestable de lo que su físico
(rodillas, cintura y hombros oxidados; hígado envuelto en grasa; pene cada vez
más perezoso) y su espíritu (sueños, proyectos, deseos mitigados o para siempre
extraviados) iban sintiendo desde hacía algún tiempo: la obscena llegada de la
vejez...
Porque incluso en el mejor de los casos (que en el suyo
apenas implicaba el hecho de seguir vivo, si su hígado y pulmones lo
acompañaban) ante él se erguía la evidencia numérica de haber gastado ya las
tres cuartas partes (quizás más, nadie lo sabe) del tiempo máximo que pasaría
en la tierra y la firme convicción de que el último plazo probable no iba a ser
para nada el mejor.
Lo jodido, reconoció ante sí mismo, era su estado de
espíritu, cada vez más marcado por la tristeza y la melancolía, y no solo por
el peso de su edad física o la temida cercanía de un aniversario de mal sonido
y peores consecuencias, sino por la certeza de su exultante frustración vital.
Al borde de los sesenta años, ¿qué tenía?, ¿qué legaría? Nada de nada. ¿Y qué
le esperaba? La misma nada al cuadrado o algo peor. Esas eran las únicas
respuestas a su alcance para cada una de tan simples y pegajosas interrogantes.
Y, para mayor desasosiego, también las únicas que podía regalarse tanta gente,
conocida o desconocida, ubicada en su edad y colocada en su tiempo y espacio”.
*De senectute
Y nada temí más que mis
cuidados.
Góngora
No es el mío, este tiempo.
Y aunque tan mío sea ese latir de pájaros
afuera en el jardín,
su profusión en hojas pequeñas, removiéndome
igual que imitaciones,
————————-no dice ya
lo mismo.
Me despierto
como quien oye una respiración
obscena. Es que amanece.
Amanece otro día en que no estaré invitado
ni a un momento feliz. Ni a un arrepentimiento
que, por no ser antiguo,
—ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage!—
invite de verdad a arrepentirme
con algún resto de sinceridad.
Ya nada temo más que mis cuidados.