Había salido rubísima, con una piel transparente que relucía
al sol. En el siglo XIX habría causado furor; pero, en los años sesenta del siglo XX se sentía como el
patito feo del cuento, desentonaba con la familia que era de tez morena. En la playa, debajo de un sombrero, a las horas de más
calor, cubierta por una camiseta y con crema Nívea en la punta de la nariz, observaba como los demás se iban tostando lentamente al sol y adquirían un
atractivo bronceado. Al volver a casa, descubría que se había quemado todo lo
que sobresalía: la raya del pelo, la frente, las rodillas y el empeine del pie.
La piel empezaba a arder al atardecer y no se aplacaba en toda la noche, de
nada servían las friegas de vinagre. Su hermana y sus primas se asaban alegremente, tumbadas al sol como en una barbacoa, aderezadas con la crema de la vaca o con
un mejunje de aceite y vinagre que olía a ensalada. Y estaban guapas y saludables
cuando salían por la noche, mientras ella se quedaba ardiendo en su habitación. Su piel después del color rojo tomate,
pasaba a un suave salmón, se pelaba y se poblaba de pecas como si hubiese
tomado el sol a través de un colador o se hubiese espolvoreado canela. Pero cómo quedarse en casa, si lo único que
le gustaba de verdad era meterse en el mar, fundirse con las olas, bucear, nadar, sentir el sabor salado en la
boca y el escozor en los ojos.
Hubiese vendido su piel al diablo con tal de conseguir una nueva, más resistente, que la protegiera del sol y de los comentarios
maliciosos que provocaba. Entonces no existían las cremas con factor
de protección y ella pertenecía a ese 5% de la población mundial de fototipo 1,
raro y anómalo, que presenta una piel pálida y rosada sin melanina. Ya mayor, guarda la memoria de esos años como su
piel guarda la memoria de las quemaduras pasadas. Tiene que ir una o dos veces al
año al dermatólogo para eliminar las manchas precancerígenas del rostro (una quemadura con otra se quita) y luchar con
las dermatitis, irritaciones, rojeces y granos que se apoderan de su cuerpo. A veces, en las noches de insomnio, piensa en las extrañas relaciones que se establecen ente la piel y la personalidad.