Qué hambre pasaban esos dos estudiantes que compartían
habitación en la pensión de Madrid, donde estudiaban primer curso de Peritaje Mercantil. Todo era muy caro y el dinero que les mandaban del pueblo no les
llegaba para casi nada. En septiembre, la madre de uno de ellos le llevó una
caja de polvorones para que no echara de menos las fiestas de moros y cristianos. La compartió
inmediatamente con su amigo. Desenvolvieron la golosina como si se tratase de
la joya más preciada, evitando que se rompiera, apoyándola en el papel de
celofán, y se la comieron poco a poco. La boca se les llenó de una explosión
deliciosa de azúcar, almendras y canela,
y les recordó el olor del horno donde los hacían y el tufo a pólvora de los arcabuces. Casi se les caen las lágrimas de satisfacción. Antonio vio como su amigo guardaba la caja en
su armario y se olvidó del asunto, hasta que al día siguiente volvió a sentir
la llamada del hambre y pensó que como había muchos, su amigo no se daría
cuenta. Así estuvo quince días disfrutando en solitario de ese placer redondo. Cuando su paisano se acordó de los polvorones,
solo quedaba uno, el de la vergüenza, junto al cromo de una figura del toreo. Antonio se los había comido todos, pensaba que su amigo seguía su mismo ritmo diario.
Hernández Marco, José Luis (2014): Dos siglos de confiteros en la economía de Villena: los Marco Muni (1771-1975)