Oír la palabra dentista y
ponerme en tensión es instantáneo. Yo no le tengo miedo, sino pánico. El miedo
imaginario se mezcla con el real. Tengo odontofobia. Malas experiencias de la
infancia, dos muelas de leche que me provocaron una hemorragia exagerada y la
colocación al tresbolillo de mi dentadura definitiva en una mandíbula muy
pequeña han hecho que acumule bastantes experiencias negativas que no tengo ganas
de recordar. Me hice de una mutua de funcionarios para obligarme a ir por lo
menos una vez al año y no lo he conseguido nunca, lo voy aplazando hasta que se
produce el desastre que acarrea más dolor. Cuando pienso en el dentista, me
acuerdo de la película Marathon man
donde Laurence Olivier torturaba a un indefenso Dustin Hoffman tocándole el nervio dental. Cuando voy, cierro los ojos para no ver los artilugios dignos de la Inquisición y me clavo las uñas en las palmas de las manos,
deseando con toda mi alma que el aparato succionador me absorba también a mí. He
llegado a agarrarle el brazo y a morderle en alguna ocasión.
Como estaba mejor de mi esguince y se me había caído un puente (cuando cumples años todo se cae) que arrastró a la muela que hacía
de pilar, aproveché la baja para que me pusiera dos implantes molares. Pero no había hueso suficiente y procedió a elevarme “el seno maxilar con un injerto subantral” (en román paladino: dos incisiones cruentas en el hueso como las que hace una taladradora destrozando la acera). Él me dijo que la intervención sería como una pequeña bofetada, pero que me recuperaría enseguida. Mentiroso, ha sido una buena paliza, me ha dejado la cara hecha un Cristo, el ojo morado y casi cerrado, la mejilla aumentada dos veces de tamaño, la boca torcida y un dolor atroz Estuve cuarenta y cinco minutos en un moderno potro que no tiene nada de anatómico en una posición imposible para mi cuerpo y mi boca. Para colmo me costó mil euros, justo lo que he cobrado este mes. El dinero no lo tengo en el banco, ahora está en mis dientes como si fuera una gitana rumana. He pagado para ser maltratada y he tenido que salir a la calle con gafas de sol y un pañuelo cubriéndome la mitad de la cara en un intento absurdo de pasar desapercibida. Por lo menos, al mismo tiempo y por el mismo precio, me podía haber hecho también la cirugía estética, el mal trago habría sido el mismo y el resultado mucho mejor, se lo hubiese agradecido. Lo peor que tengo que volver dentro de seis meses a hacerme los implantes y el resto de mi dentadura empieza también a fallar. Eso sí, no pienso poner la otra mejilla.
Como estaba mejor de mi esguince y se me había caído un puente (cuando cumples años todo se cae) que arrastró a la muela que hacía
de pilar, aproveché la baja para que me pusiera dos implantes molares. Pero no había hueso suficiente y procedió a elevarme “el seno maxilar con un injerto subantral” (en román paladino: dos incisiones cruentas en el hueso como las que hace una taladradora destrozando la acera). Él me dijo que la intervención sería como una pequeña bofetada, pero que me recuperaría enseguida. Mentiroso, ha sido una buena paliza, me ha dejado la cara hecha un Cristo, el ojo morado y casi cerrado, la mejilla aumentada dos veces de tamaño, la boca torcida y un dolor atroz Estuve cuarenta y cinco minutos en un moderno potro que no tiene nada de anatómico en una posición imposible para mi cuerpo y mi boca. Para colmo me costó mil euros, justo lo que he cobrado este mes. El dinero no lo tengo en el banco, ahora está en mis dientes como si fuera una gitana rumana. He pagado para ser maltratada y he tenido que salir a la calle con gafas de sol y un pañuelo cubriéndome la mitad de la cara en un intento absurdo de pasar desapercibida. Por lo menos, al mismo tiempo y por el mismo precio, me podía haber hecho también la cirugía estética, el mal trago habría sido el mismo y el resultado mucho mejor, se lo hubiese agradecido. Lo peor que tengo que volver dentro de seis meses a hacerme los implantes y el resto de mi dentadura empieza también a fallar. Eso sí, no pienso poner la otra mejilla.