La peluquería es para algunas mujeres un suplicio, una
pérdida de tiempo y de dinero, pero cuando todo te va mal, cuando estás insatisfecha contigo misma,
te acuerdas del anuncio “Ruppert, te
necesito” y acudes a ella. Estoy convencida de que si se hiciese un estudio
sobre las horas tontas que, con una pinta infame, pasamos hojeando revistas del
corazón delante de un espejo, así como del
dineral que nos hemos gastado a lo largo de nuestra vida, nos asustaríamos.
Tener una peluquería en España siempre ha sido un buen negocio, porque todas
las mujeres acudimos allí más que a nuestro médico, atávicamente empeñadas en
un una lucha encarnizada contra las canas, en busca de la eterna juventud,
luchando tinte a tinte contra el tiempo airado,
impidiendo que se cubra de nieve nuestra hermosa cumbre. De joven lo
haces para convertirte en una rubia
peligrosa o en una extraña pelirroja, o te pones el pelo azul para fastidiar a
tus padres, es un juego; de mayor es una condena para oír por lo menos que te
conservas bien. Pero una cosa es ir por diversión y otra por obligación para
luchar contra las canas que siguen misteriosos designios de la herencia. Un tinte en condiciones solo dura un mes como
mucho y nos empeñamos en alargar su vida hasta límites insospechados, con lo
cual algunas siempre estamos mal tintadas y peinadas. En un país de teñidas, son pocas las mujeres
que se atreven contra corriente a lucir sus canas con el orgullo de quien
confiesa que ha vivido. Esta presión no existe en los hombres cuyo pelo blanco está
unido a prestigio social y a dinero, su lucha es contra la calvicie.
Tenía que ir sin falta a la peluquería, la luz del techo del
cuarto de baño caía inmisericorde sobre un centímetro y medio de canas resplandecientes.
Acudí por la tarde, aunque sabía que mi peluquera de siempre, la que me
comprende o me ha dejado por imposible, no estaba. ¡Que haya suerte!, me dije. Me
tocó un sudamericano de unos cuarenta años y de modales delicados, con pinta trasnochada
de galán de fotonovela. No nos entendimos,
desde el primer momento nos miramos con desconfianza. Él pensó que con su buen
hacer conseguiría un buen porcentaje con los extras insistiendo en que mi pelo
estaba hecho un asco y yo luché para que no lo consiguiera. Y así fue como empezó el duelo en la alta peluquería
que terminó en una tomadura de pelo.
-¿Cómo quieres que te
llame, Mª Ángeles o Ángeles? -me preguntó amablemente mientras procedía a
lavarme el pelo.
-Me da lo mismo- contesté mientras pensaba que de ninguna
manera.
-¿Te pongo champú especial apropiado para tu cabello o
normal?
-Normal, me arriesgaré.
-Conviene que te pongas una crema para que el tinte te dure
más- insistió, armado de paciencia.
-No, gracias. El tinte dura lo que tarda en crecer el pelo,
ni un día más.
-Pero es conveniente -continuó incansable al desaliento-. Todo
el mundo lo hace.
-Me da igual lo que haga todo el mundo –repliqué-. ¿O es que
los tintes que sutilizáis son de mala calidad?
-De ninguna manera. Es que no te voy a poder peinar bien y
te voy a dar tirones de pelo.
-Me da igual, no quiero suavizantes.
-Es que tienes el pelo muy dañado y estropeado.
-Claro, de tanto utilizar tintes.
-No te preocupes por el precio- concluyó pensando que era
una cuestión de dinero y no de dignidad-. Yo te voy a cobrar lo mismo y así verás la diferencia.
Una vez más sospeché, porque siempre que voy, pago una cifra
diferente y más abultada. La venganza llegó cuando me cortó el pelo, me lo dejó
como a un marine de los EEUU y ni
siquiera me puso un espejo para que contemplase el desaguisado. No le di
propina. Al salir, el peluquero, ya menos amable, me devolvió el abrigo, pero
no las plantas de perejil que llevaba en una bolsa aparte. Tuve que volver más
tarde a por ellas a encontrarme con su mirada cabreada.
Continuación del texto en: ¡Vivan las canas! (2016)
Continuación del texto en: ¡Vivan las canas! (2016)