Gracias a una amena charla con Alipio Hernández,
colega, asturiano de pro y fabulista, me he acercado a la novela de Pérez de Ayala Belarmino
y Apolonio (1921). Confieso que solo había leído del autor A.M.D.G, novela más realista donde el autor
plasma sus recuerdos en un internado jesuita, y fragmentos de Tigre Juan. Pero lo que me terminó de
decidir por su lectura, además de la labia de mi querido amigo y el prestigio
del olvidado autor, es que contaba la historia de dos zapateros de Pilares
(Oviedo), tema que me interesa porque la familia de mi padre se dedicó casi cuatro generaciones a ese oficio. Por esa misma fecha en Villena (Alicante), mi bisabuelo Trinidad Caturla, dejando atrás la confección artesanal, llevaba unos años incorporando máquinas para la confección del calzado.
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Einstein y Pérez de Ayala (1923) |
La trama argumental relata la rivalidad entre los dos
zapateros que dan nombre a la novela -uno, disparatadamente gongorino; el otro,
dramaturgo aficionado-, y el romance quebrado que mantienen la hija adoptiva del
primero, Angustias, y el hijo del segundo, el seminarista Pedro (o Guillén). La novela presenta una extraña
estructura narrativa cuajada de desordenadas narraciones, algunas rallando en
el ridículo del folletín; varios
narradores; varios tiempos; sesudos y absurdos diálogos de múltiples personajes
que son presentados con las técnicas degradantes del esperpento; citas de
autores clásicos y religiosos; utilización de distintos registros, junto con vocabulario
inventado, latinismos y términos del
bable. Estamos, pues, ante una novela ensayo
(casi una nivola), cargada de ironía, pedantería y pintoresca erudición, ejemplo
de intertextualidad. No en vano, Andrés Amorós la llamaba novela intelectual.
El comienzo es inigualable con el
Elogio a la casa de huéspedes del
personaje de don Amaranto que merece un lugar destacado en cualquier antología como muestra del estilo de Pérez de Ayala. Ahora que se están celebrando oposiciones para enseñanza, me quedé con este comentario “En España se conceden las
cátedras por amistad, parentesco o bandería, antes que por mérito; de donde se
aprende más y mejor de los opositores que de los mismos catedráticos”.
Respecto al tema del calzado, en La busca de Baroja, ya aparecían dos zapateros rivales y un letrero
sobre un local de reparación: «A la regeneración del
calzado», frase que evoca el siguiente comentario del autor: «El
historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de
lo extendido que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional,
y no le asombrará que esta idea, que comenzó por querer reformar y regenerar la
Constitución y la raza española, concluyera, en la muestra de una tienda de un
rincón de los barrios bajos donde lo único que se hacía era reformar y
regenerar el calzado». Pérez de Ayala ensancha esta breve idea para que sea una representación hiperbólica no sólo los males de España, sino también de la locura humana en general, empeñada en entender el sentido de
la vida por medio de la filosofía y de la literatura.
Destaco la exquisita descripción del taller de Belarmino, remendón de
portal, filósofo de pacotilla, creador
de un lenguaje propio (no se conforma con el significado usual e inventa otro en consonancia con la fonética o con lo que le sugiere a él y que resulta indescifrable), en su cuchitril-caverna,
tan concurrido como la escuela de un filósofo de la antigüedad:
“El menaje profesional de Belarmino se reducía a los más
indispensables utensilios de zapatería, de los cuales don Restituto le había
hecho graciosa donación: unas pinzas, un rebote de correderas, una gubia, un
desborrador americano, un rodillo de picar, un sacabocados, varias leznas y un
torno de montar con horma de hierro. El torno era remedo y trasunto fiel de un
caballejo; recordaba a Clavileño, si bien de correspondencia equina más
semejante que la volátil cabalgadura del manchego. El tronco era realmente un
tronco, un leño robusto, asentado sobre cuatro patas, más ancho por la grupa
que por los pechos, y sobre ellos se levantaba una tabla ancha y delgada, a
manera de cuello, en donde encajaba, con juego articulado y la planta hacia
arriba, una horma de hierro, que vista de perfil era enteramente una cabeza de
caballo. Montado sobre este diminuto caballete, Belarmino se pasaba la vida".
Apolonio, en cambio, regentaba un lujoso establecimiento con buenos parroquianos pero sin público. He aquí su disparatada disertación sobre
«Podotecología* estética, o historia del calzado artístico» (capítulo 5)
:
“Por lo pronto, soy un maestro artista en zapatería. Mi
clientela alaba, en el calzado que yo hago, la resistencia y flexibilidad del
asiento, lo suave y duradero del material, lo cómodo y bien conformado del
corte; y por eso, nada más que por eso, me pagan bien. Pero las dichas
cualidades son secundarias. Un zapato, un brodequín, un botito son obras de
arte. ¿Y quién aquí, salvo contadas excepciones, sabe apreciar el calzado como
una obra de arte? ¿Quién aquí concede al calzado la enorme importancia que
tiene? Se imaginan que el calzado sólo sirve para cubrir el pie, resguardarlo
de la humedad, por temor a los reumas, y evitar que se lastime sobre el mal
piso; todo lo que piden al calzado es que no críe callo. Pues si el calzado no
cumple otro fin más que ése, mejor sería que los hombres echasen casco o
pezuña, lo cual se conseguiría fácilmente por procedimientos científicos. Y no
es que yo me refiera a esta localidad. Hablo, en general, de toda España. Un
amigo mío muy erudito, Valeiro, estudiante compostelano, me contaba haber leído
en un libro de un Fray no sé cuántos Guevara, obispo en alguna diócesis de
Galicia, que los españoles, en los tiempos del gran Carlos V, cuando el tal
obispo escribía, andaban en zancos por las calles, a causa de los lodos. ¡Qué
barbaridad! Pues, ¿qué? ¿No se usan todavía en nuestra península almadreñas,
zuecos, abarcas y las asquerosas alpargatas? ¡Qué poco dice esto en pro de la
cultura de los españoles, y cuánto de su salvajismo! Para mí la alpargata es un
insulto a la divinidad, una blasfemia, porque es negar y desconocer la obra más
perfecta de Dios, o sea el pie humano. ¿Por qué es el hombre superior al mono y
a todos los demás animales? Porque es el único que tiene pies, lo que se dice
verdaderos pies. Si el pie fuera menos humano y noble que la mano, los hombres
tendrían cuatro manos y los monos tendrían cuatro pies, y no que tienen cuatro
manos. Por no ver mujeres con almadreñas preferiría vivir entre chinos, porque al
menos los chinos conceden al pie de las mujeres más importancia que a ninguna
otra parte del cuerpo”.
“En lo que yo insisto es en que, como español, me
abochorno de que los españoles no hayamos contribuído con ninguna invención al
progreso del calzado. No hay una ciencia y un arte zapateriles propiamente
españoles. No habrá oído usted decir punta a la madrileña, tacón Isabel II o
hechura española, como se dice punta a la florentina, zapato Richelieu, tacón
Luis XV, hechura inglesa”.
“No se me hace justicia. Ni como zapatero, y no digamos como
poeta dramático. En lo que yo insisto es en que, como español, me abochorno de
que los españoles no hayamos contribuido con ninguna invención al progreso del
calzado. No hay una ciencia y un arte zapateriles propiamente españoles. No
habrá oído usted decir punta a la madrileña, tacón Isabel II o hechura
española, como se dice punta a la florentina, zapato Richelieu, tacón Luis XV,
hechura inglesa. Todos los filósofos son unos farsantes, charlatanes de feria.
¿Para qué sirve la filosofía? Ya lo dijo Saquespeare--pronunciado así--: «la
filosofía no sirve ni para curar un dolor de muelas».