Acababa de llegar a Madrid, con el cloro en la piel, un
dolor extraño en el pie y el hatillo sin deshacer, cuando sonó el timbre de la
puerta. Lleva más de veinte años en la misma casa y todavía no sabe si corresponde
al de la portería o el de su casa. Abrió y se encontró a uno de sus más
antiguos alumnos que venía a saludarla, como tiene por costumbre, una vez al
año. Le contó con total tranquilidad sus novedades: la enfermedad rara que
padece sigue avanzando, sus visitas al
hospital son cada vez más asiduas, la medicación intravenosa le ha producido quistes
en la vejiga y está esperando a que le avisen para la operación. Se marchó
enseguida y se despidieron con un tierno abrazo. Diez minutos después otro
timbrazo. ¡Se habrá dejado algo! Se enjugó las lágrimas, abrió y apareció un
empleado de correos que le traía la carta del SUMA de Alicante que le informaba
que, tras la revisión de los últimos cuatro años del IBI, tenía que abonar este
mes sin falta 600 euros. Cuando se encontraba dispuesta a poner la lavadora, volvieron
a llamar a la puerta. Esta vez era una
vecina que, como siempre, sin darle nunca las gracias venía a recoger la ropa
que se le había caído en el patio. Renqueando la recogió y se la dio. A la media hora llamó un amigo que antes de
irse a la sierra le informaba de que no se encontraba bien y se había hecho un análisis de sangre y de próstata. Vio el susto en su mirada y solo se
atrevió a decirle que daba igual, le iba a querer lo mismo con esa glándula o
sin ella. No la miró a los ojos ni quiso tomarse nada. Se despidieron con otro
abrazo de oso. Bien, ahora pondré mi pie
en alto a ver si se pasa el dolor del empeine que parece que me hecho por nadar
demasiado con mi reconocido estilo patoso. Volvió a dar un respingo cuando oyó
otra vez el espantoso sonido. Una carta certificada del Ayuntamiento de Madrid requiriendo papeles para la interminable legalización de la obra en el piso de
su madre. Con esta llevaba seis. No la abrió. Luego sonó el whatsapp: la
expresidenta le mandaba una nueva carta dirigida a los vecinos para que se la pusiera
en un castellano inteligible. Ya lo haré en otro momento. Pero el teléfono
siguió atormentándola unos minutos más. Lo apagó, se metió en la cama y, a pesar
del calor, se cubrió con el edredón porque estaba temblando. Se hizo un ovillo.
Con el corazón encogido y palpitante lloró desconsoladamente. Deseó que todo
fuera un mal sueño, una de esas pesadillas que solo ocurren a la vuelta de
vacaciones.
sábado, 16 de septiembre de 2017
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