Juan Antonio González ha ejercido como profesor en el colegio Sutefie de Zufre, Huelva, durante 32 años, hasta el pasado 9 de enero, último día de trabajo en el centro. Ese día se jubilaba y sus compañeros y alumnos idearon un plan para rendirle un
homenaje que consistió en un largo pasillo lleno de alumnos, profesores y
padres que no paraban de aplaudirle. En palabras de José Antonio “fue el mejor
homenaje posible que me habrían podido dar”.
Ayer me llegaron vía
wasap estos dos testimonios que a continuación copio. Pido perdón porque no he
pedido permiso.
Se van los viejos profesores
Se van. Recogen sus cosas de la clase en una cartera, apagan
la luz y se van. Llegaron en los setenta. Con sus gafas de pasta, su barba, sus
pantalones de pana, su faldas demasiado largas o demasiado cortas. Llegaron a
centenares, llenando colegios hechos a toda prisa a los que pusieron nombre de
poetas o de viejos pedagogos proscritos. Llegaron con una inmensa sed de
aprender a enseñar. Pintaron los muros grises de las escuelas con dibujos
infantiles. Querían cambiar el mundo con papel continuo, unos pinceles y unos
botes de tempera. Aprendieron en las
escuelas de verano a bailar, a tocar el pandero, a hacer pasta de papel o a
conocer el nombre de los árboles y de los pájaros. Se confiaban unos a otros su
ignorancia y la urgencia de cambiar una España aún demasiado sucia, demasiado
triste. Se quitaron el don para tutearse con la gente. Ahora los maestros eran
solo Jesús, Joaquín, Paloma, Javier, Nieves, Isidoro o Fernando. Llenaron las
bibliotecas de libros y de algún lector. La literatura infantil y juvenil se
puso de moda y empezó a ser algo más que Julio Verne o Salgari. Aquellos profes
volvieron a sacar a los chicos al campo, a ver las montañas, los ríos, más allá
de los atlas. También a las calles de los barrios rescatando los carnavales y
con ropas viejas cabezudos de cartón. Con sus propios errores y con los ajenos fueron
perdiendo por el camino sus utopías. No todas. Quizá la mayoría. Soportaron el
capricho y la estupidez de los políticos y legisladores. Protestaron, a veces no lo suficiente. No les escucharon
nunca. De progres e ilustrados pasaron a ser analfabetos digitales. Pero todo
se aprende si se quiere. Mal, pero se aprende. Y como dice la canción: el
tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Menos para los alumnos. Ellos nos
siguen viendo como siempre, aunque tenga la misma edad que sus abuelos. Cada
año en el colegio se jubila uno o dos y deja la escuela en esos días azules,
con ese sol de la infancia. Sus primeros alumnos tienen ya cuarenta años o
casi. Son los famosos millennials. Algunos son parados o médicos, enfermeros,
abogadas, taxistas, incluso algún profesor. Son el resultado de años de trabajo
sin ver nunca el fin ni el principio.
No todo fue inútil. Los hay generosos con talento y un punto
de rebeldía. Viven en España y algunos –demasiados- también en el extranjero.
Puede que paseen más por internet que por la calle. Tal vez alguno dejo colgado
los estudios y el futuro y se miren las manos vacías. Eso, amigo, no se aprende
en la escuela, por desgracia. Pero sobrevivieron a la EGB, al viaje de fin de
curso a Mallorca, a los amores y desamores, a la desilusión y ahora a la crisis
económica. La mayoría rechaza la idea de que nada cambiará. Lo aprendieron
coloreando con Plastidecor y rotuladores Carioca, oyendo las viejas canciones
que hablaban de que los piratas pueden ser horados y los príncipes, malos. Que
a los lobitos buenos los maltratan los corderos, y por eso, ellos no quieren
ser no corderos ni borregos. Se van los profes de la EGB con el pelo gris o
sin pelo. Pero se van contentos. Hicieron lo que pudieron. Más o menos. Así que
se sienten pagados cuando les reconoce por la calle la sonrisa tímida de una
exalumna o reciben el abrazo de un muchachote con entradas que quizá se llame
Sergio ¿o era Iván?- Entonces nuestro corazón se alegra. Luego recogemos
nuestras cosas y decimos, diremos adiós.
Un profesor de EGB
Un buen retrato de lo que hicimos, pretendíamos hacer y de
la ilusión que pusimos por conseguir una escuela mejor, un país más justo, más
abierto y más democrático, y un mundo en paz y armonía con la naturaleza y el
planeta. Nuestro tiempo en la escuela paso, pero ahí quedan, no solo el
recuerdo, sino nuestro esfuerzo y nuestro ánimo materializado en las nuevas
generaciones. Hicimos lo que sabíamos, podíamos y, a veces, lo que nos dejaron;
pero yo me quedo con el cariño que he recibido y aún recibo de mis antiguos
alumnos y con la idea de que intentamos hacer un mundo mejor.
Jacinto
Y en El Confidencial ha aparecido hoy un artículo firmado
por Héctor G. Barnés: España, años setenta: cómo nuestros profes inventaron todo lo que está de moda fuera.
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