miércoles, 26 de agosto de 2015

Ensaladas de verano

Él esperaba sus noticias ansiosamente. Una llamada, un mensaje, un correo, una carta, algo que le indicase que la llama seguía viva, que a muchos kilómetros, en un pueblo pequeño, cercano a una gran ciudad, ella, entregada a reformar su dieta, se metería en el agua recordándolo. Cada una de las brazadas que diese en la piscina, la acercaría más a su pensamiento y a su corazón; pero después de veinticuatro días de silencio, se encontró con un correo que resumía sus coqueteos con diversos autores a los que amorosamente había colocado junto a su cama. Su sitio había sido literalmente invadido por sus libros.  

       El verano es época propicia a picotear, a saltarse las normas y dietas, a hacer habitual lo excepcional. Este verano que casi acaba ha sido una de las épocas más caóticas que recuerdo para mis lecturas y con menos constancia para rematar libros. Veamos algún ejemplo.
       A finales de la primavera compré Campo de retamas, de Sáchez Ferlosio, conjunto de textos subtitulado Pecios reunidos, muchos de ellos ya publicados. Son fragmentos que raramente sobrepasan la página de extensión, a veces aforísticos, otras veces comentarios del momento, algunos literarios o embriones filosóficos, incluso poemas. La prosa de Ferlosio es inapelable, un “monumento más perenne que el bronce”, pero en este volumen a veces decae y se tiene incluso la sensación de que algún fragmento no debería haber sufrido las prensas. No he podido acabar todavía el libro, entre otras razones por la fatiga que produce la capacidad de Ferlosio (y es también una de sus mayores virtudes) para hacerte pensar lo que no quieres. Espero terminarlo antes del otoño y poder rumiar, como ya he hecho esta temporada, algunos de los mejores fragmentos del libro.
        Por los mismos días alcancé Génesis, presunta novela de Félix de Azúa, de estructura tan peculiar que de entrada no se comprende; ¿será una nivola como las de Unamuno? Más bien puede ser una venola, lo que sale cuando a uno le da la vena de escribir sea como sea. No me atrapó, y ha quedado en la mesilla como en la sala de espera de 2ª clase; confío en que la escritura magnética de Azúa me envuelva a no mucho tardar.
       Por si no quieres caldo… me dio por mirar una cita leída en un periódico y me amarré al barco que llevaba a Kafka, o a su héroe, a América, lectura mitificada hace 40 años. Ahora sólo he releído entero el último capítulo conservado, El Gran Teatro Integral de Oklahoma, uno de los pasajes más simbólicos, surrealistas y desconcertantes del Autor (a algunos hay que ponerles mayúsculas): son textos que no nos dejan en toda la vida.
       Para desengrasar, y ya en plena caldera juliana a más de 400, me lancé a la literatura de evasión. Me topé en la cabaña con unos tomitos de novela negra de los años 90, que daban con una revista de entonces. Elegí al azar Cazadores de herederas, firmado por Bill S. Ballinger, un escritor norteamericano de segunda fila muerto hace muchos años, según pude averiguar; el librito no presenta nombre de traductor ni copyright original; en fin, un apaño. Bueno, pues la novelita no está mal escrita y tiene algo de ingenio. Para empezar, el título, que sugiere pérfidos seductores al acecho de inocentes doncellas adineradas (como Monty Clift en La heredera), encubre en realidad a unos detectives zarrapastrosos tras la pista de una joven que desconoce haber heredado una importante suma, a la espera de una comisioncita… Con todo ello, no pude llegar a la mitad de las 100 y pico paginitas, que deberán aguardar tiempos peores de mis lóbulos frontales.
       Al pasar por una mesa de libros viejos en Trafalgar St pico algunas cosas por un duro: ante todo, Nada de Carmen Laforet; sólo con releer los primeros párrafos me siento aliviado de las fatigas pasadas; las grandes obras lo son porque hacen olvidar otras muchas. Queda la duda de la clave sentimental de la novela, aparentemente ocultada durante lustros.
       El otro librito que pesco en las aguas de Trafalgar es un Austral con La comedia nueva o el café y El sí de las niñas, de Moratín. De la primera tengo varias ediciones, de modo que esta es más bien para regalar. Desde hace muchos años me domina el fetichismo por una frase de La comedia nueva que repito a menudo: “Pero lo diré en griego, para mayor claridad”, en boca de Don Hermógenes, el gran pedantón o erudito a la violeta que vertebra la comedia. Salvando las insuficiencias y ambigüedades de la obra, me resulta inevitable volver de vez en cuando a ella (con una ojeada, de paso, a El sí de las niñas), como un hito en nuestro teatro y en lo que fue nuestra impotente ilustración.
       Por cierta película homónima, doy en leer el relato de Paul Bowles Tú no eres yo, que te deja impactado y con ganas de leer otros cuentos del autor, y también El cielo protector, que me espera hace años y cuyo comienzo, al menos, parece interesante.
       Un nuevo rescate de una mesa callejera: San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más, otro Austral. Hojeando, me atrapa La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez, que no conocía; me enredo en ella. Por encima de todo, me descubro en el placer de la lectura. Debe de ser que mis gustos están completamente estragados, pero me sigue atrayendo la escritura de mis abuelos por encima de la de mis padres, y no digamos la de mis primos; de mis hijos y nietos mejor no hablar, por falta de datos.
       En la feria local serrana me topo con los Aforismos de la cabeza parlante, de Bergamín: 70 páginas que espero merecer acabar algún día; me suenan bien.
       En el mismo caladero soy pescado por una edición bilingüe de la primera parte de Alicia de Carroll: me deleito con la prosa del ultracuento pese a mi incompetencia en inglés; de ilusión también se vive.
       Como pasa tantas veces, buscando algo en las estanterías del pasillo se encuentra otra cosa abandonada, pero que atrae: El imitador de voces, de Thomas Bernhard, colección de minicuentos (más que microrrelatos) de tono poco habitual en uno de los escritores más malditos y maldecidos o maldichos del siglo XX. A veces resultan exasperantes y a punto estoy de lanzarlos por la ventana, pero sólo alcanzo a situarlos en la cima de la montaña de libros de mi mesilla.
       En la cabaña yacía desde hace años Las crónicas del sochantre, de Álvaro Cunqueiro, sacado también de una mesa de viejo en la añeja colección Salvat de rtv, donde hay títulos para mí indispensables. La narración, realismo mágico avant la lettre, o sea algo que siempre ha habido, presenta una peculiar santa compaña o hueste antigua en un lenguaje donde se mezclan los galleguismos con lo arcaico y lo personal. Creo que es el único libro del verano que voy a leer entero y más o menos seguido.
       Pero las ensaladas suelen estar faltas de proteínas. Para reforzar mi dieta he añadido porciones de lecturas más musculosas, siempre en la línea fragmentaria y mixturera.
       Lo primero, unas caladas en La rama dorada, de Frazer, me llevan a los albores de la antropología cultural, un acervo de mitos, ritos y gritos primitivos donde han bebido generaciones de filósofos, psicólogos e historiadores de toda laya, desde Freud hasta los postmodernos y el mismísimo Agustín García Calvo. Un monumento a las mejores y peores tradiciones investigadoras del humanismo occidental. Uno de esos librones que te hacen desear tener más vidas para dedicarlas a más cosas.
       Otro librón, o librazo, Paideia, de Werner Jaeger, subtitulado Los ideales de la cultura griega, un mamotreto de 1200 páginas en letra menuda. Es otro clásico de los estudios histórico-filológicos, para desmenuzar los valores y formas de la educación a través de la cultura helénica. “Paideía” en griego suele traducirse “educación”, pero su raíz le hace decir “niñería”, “trato de niños”. Pese a todas las distancias que haya que poner con las tesis del autor, la obra es una mina de datos y reflexiones sobre una cultura que no es que sea fundamental para la nuestra, es que, como dijo alguien, los griegos somos nosotros (que no se entere Frau Merkel).
       Todo esto venía por la necesidad de leer, por razones externas, ciertos pasajes de las Lecturas presocráticas (con el poema de Parménides). Este libro de Gª Calvo, dentro del refuerzo alimentario arriba aludido, es un auténtico superconcentrado proteínico. Aquí ya hay que recurrir a las hipérboles de los antiguos poetas: aunque tuviera cien vidas, cien almas y mil mentes, no podría desentrañar tamañas tiradas donde la lógica, la matemática, la filosofía y el pensamiento puro se lanzan a la velocidad de la luz hasta orillas inalcanzables para algunos mortales. Peor aún fue meterle el diente a otra obra del mismo: Es: estudio de gramática prehistórica, que para mí desde hace mucho es ya como el 5º arcano de Fátima.
       En uno de mis convulsos intentos de rellenar oceánicas lagunas, me compro La lingüística cognitiva. Análisis y revisión, de J. Martínez del Castillo. Con un tercio leído, algo me ha enseñado sobre la materia, desde mi ignorancia. El libro es un ataque frontal a ese enfoque del lenguaje, pero algo desordenado y, lo que es peor, no muy bien escrito. Pero a buen hambre no hay pan duro, y el pan más vale duro, duro, que ninguno. Veremos si algún día remato el intento.
       Por último, picoteo de nuevo en un libro ya tentado: La manía de leer, de Víctor Moreno. Es un ensayo contra los apóstoles de la lectura, los fundamentalistas de la cultura (¿Kultur?) y el discurso semioficial de defensa de los supervalores de las letras. La tesis central va sólo contra lo que a veces es palabrería y pseudomisticismo, pero la gruesa artillería empleada da continuamente la impresión de que esto de los libros y la lectura es una gilipollez que nos venden para que pasemos el rato y hacer dinero los de siempre. O sea, nos queda una sensación ya antigua: partiendo de la nada, hemos llegado a la más absoluta miseria.
       

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