La calle principal del pueblo estaba poblada por las buenas
familias, respetables y acaudaladas que, como un escaparate, abrían las puertas de su casa a los vecinos
por inercia, porque era la costumbre inmemorable. En los años sesenta, por la
tarde, sobre todo en las de verano, se recibía tanto a la familia como a los
extraños. Por el portal, repleto de sillas y sillones, desfilaba
interminablemente un ejército de personas que se acercaban por tedio, por
amistad, por agradecimiento, por rutina o vaya usted a saber por qué. Las
visitas deberían haber sido prohibidas por el código penal, porque eran el
enemigo silencioso, seres fugitivos de su aburrimiento y ladrones de vidas ajenas,
quintacolumnistas que poco a poco se iban apoderando del espacio de los dueños de la casa. Antes de tomarse un helado o darse un paseo aparecían
sin avisar en una casa donde se estaba fresco, donde había una silla donde
reponerse y unas palabras amables. Ese portal era uno de las favoritos, el
trajín entre los que iban y venían era considerable, no tenía nada que envidiar
al casino, que estaba justo al lado. Sixto, con apenas seis años,
permanecía sentado en una esquina, castigado por haber roto el tiesto de una
aspidistra en el patio, precisamente el que más le gustaba a la abuela.
"Quédate ahí sin moverte hasta que vengan el papá y la mamá".
Ya no sabía el tiempo que había pasado desde que había oído esas palabras, ni
la de besos que había recibido, ni la de veces que había escuchado: ¿Y tú de
quién eres?, ¿cuántos años tienes?, ¡qué alto estás!, ¡tienes los mismos ojos que
tu abuelo! Se puso a raspar la tapicería de la silla y dio una cabezada, luego
otra. De repente, notó un penetrante olor a colonia y se cayó de la silla con
gran estrépito. “¿Nene, qué te ha pasado?”, le preguntaron. A lo que él
respondió con su media lengua: “El aburrío que m´ha tirao”.
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