En otra entrada hacía referencia a los
hermanos escritores y citaba a
los Lago, porque he tenido la suerte de haberlos conocido hace muchos años. Parecían Zipi y Zape, aunque no son gemelos ni
mellizos: tan iguales y tan complementarios. Hijos de militar, fueron adolescentes gamberros y anarquistas, como correspondía. El mayor, Eduardo (1954), introvertido, moreno, tranquilo y relajado, estudió Filosofía;
el pequeño, José Antonio (1955), pelirrojo, extrovertido,
nervioso y gesticulante, estudió Políticas. El menor, más simpático, llevaba la voz
cantante y arropaba al mayor. Cuando coincidí con ellos, ambos trabajaban como profesores
de inglés en el colegio Covadonga del Hogar del Empleado y hacían esporádicas traducciones. Muy involucrados en la movida
madrileña, fundaron la revista literaria ilustrada de Lavapiés
La Campana* (1980), donde publicaron sus primeros pinitos literarios: entrevistas, poemas y relatos. Dar clases en el nocturno tenía sus ventajas, las horas estaban más comprimidas y había tiempo para todo, y sobre todo, permitía trasnochar.
Primero conocí a
Eduardo. Hacía
poco que había llegado de la India, tenía una hija pequeña, y de vez en cuando
nos regalaba, después de luchar contra la informática, sin darle importancia,
pequeños relatos que nos revelaban su verdadera personalidad, escondida tras su seriedad: un ser extremadamente sensible que, con rostro de George Harrison y mirada de Buster Keaton, observaba la realidad para luego contarla mejorada y
ampliada. Programó un ciclo de cine para los alumnos en la sala Cadarso, que funcionaba entonces
como salón de actos, y, en 1980 cuando asesinaron a John Lennon, le hizo un homenaje en sus clases. Poco después decidió cambiar de vida
y probar fortuna en Nueva York. Allí lo encontré en su primer año en la
ciudad. Ejerció como un cicerone impecable y me regaló un día inolvidable,
nunca le había visto tan hablador.
Me llevó a los lugares que el turista
apresurado no puede disfrutar: Washington Square, un viaje en metro, un
paseo por Brooklyn y vuelta a pie por el puente con vistas al skyline de Manhattan, imantados por su luz de cristal. Acabamos en un tugurio oyendo música en directo. Cuando nos
despedimos, lo vi feliz, arropado por la noche
calurosa, casi como el niño que aparecería en la portada de su libro
Llámame Brooklyn. Poco después ya estaba
totalmente integrado dando clases de literatura en la universidad y colaborando en distintos periódicos. Posteriormente llegó su nombramiento como director del Instituto Cervantes y ganó el premio Nadal.
José Antonio, el Rojo, lo sustituyó en el Covadonga. Recuerdo que lo confundí con su hermano pensando que se había teñido el pelo. Fue el primero en saborear la fama porque era letrista de La Mode, uno de los grupos de la nueva ola madrileña. Abandonamos juntos
el colegio en una regulación de empleo y aprobamos las oposiciones el mismo
año. Me he cruzado con él fugazmente en Vallecas, en la cooperativa de viviendas
que auspició el Hogar del Empleado. Como tenemos amigos en común, ellos me han
puesto al día de sus aventuras literarias.
La vida nos ha separado, pero el paso de los años no ha cambiado la idea que tenía de ellos: geniales, polifacéticos, con una vasta cultura, irónicos, entusiastas. Lo único que me extraña es que nunca hayan colaborado, ni firmado una obra conjuntamente.
Reproduzco para los nostálgicos la portada y la primera página del primer número de la revista La Campana.
* Solo conservo 5 ejemplares de la revista (1,3,4,5 y 6). En el número 6 de 1985, que no sé si es el último, se excusan de una prolongada ausencia por "las múltiples ocupaciones de los colaboradores habituales, lanzados a la conquista del arte, música, prensa, radio, televisión y lo que se ponga por delante".