Gracias, Antonio Lorenzo
Un viernes lluvioso, con los escolares resguardados en sus
casas por ser el día del maestro, quedé en una cita, casi a ciegas, con un bloguero, que ahora sé que también es
escritor, músico y cantante, que tiene el mejor trabajo que hay en la red
sobre los romances de ciego. Quería regalarle un libro y resultó que él me
abrumó con libros y discos. Fue un encuentro muy agradable porque es una
persona sabia y sencilla, muy poco dada al protagonismo. Me metí en el túnel
del tiempo y volví a mis raíces: a los veinte años, cuando pensé que mi futuro
podría estar en la investigación de la literatura sefardí. Ambos conocíamos a
las mismas personas y me di cuenta que estas llevaban más de treinta y siete
años fuera de mi vida y había olvidado hasta sus nombres. No sé qué habría sido
de mí si hubiese seguido ese camino después de que me diesen con la puerta de
la investigación en las narices. Pero lo que sí sé es que, en este peregrinar
por enseñanza pública y privada, he conocido a muchísima gente: profesores,
alumnos y padres que han marcado mi atlas de geografía humana y me han hecho
ser mejor persona. Ojalá las dos vocaciones hubiesen sido compatibles si
hubiese tenido más inteligencia, salud o ambición.
Ahora, mientras escucho en el CD del grupo Raíces el canto
de circuncisión (uno de “los cantos de parida” que recogía mi tesina), me
emociono y me doy cuenta de que ese gusto por la tradición oral no está
agonizando, aunque lo que prima ahora es la rapidez y la inmediatez. Esta forma
de contemplar la vida tiene un cierto sabor a rancio que, sin embargo, es
fundamental para entender el mundo en el que vivimos. La modernidad tiene su
origen en estas formas de transmisión efímera, anónima y oral. La literatura es
un permanente reciclaje.