Las palabras moribundas tienen un poder evocador que lleva
hacia nuestra memoria el recuerdo de personas queridas que ya no están, épocas
de nuestra vida que pasaron, utensilios perdidos, tareas superadas, antiguas
modas divertidas.
Este libro puede ser una especie de álbum de fotos
familiares para muchos lectores que algún día utilizaron términos como chipén,
pasquín, pickup, chiticalla, romadizo, almazuela, piscolabis, patatús, córcholis,
mandil, encetar, garrotillo, mancar... o elepé o tomavistas. Pasaron por
nuestras bocas y nuestros oídos, pero ¿cuánto tiempo hace que usted no oye, lee
o pronuncia la palabra desgalichado?
He aquí un ejemplo:
ACERICO
Es un diminutivo de hazero, que viene de fazero,
‘almohada’, del latín vulgar *faciarius y éste, del latín facies,
‘cara’, sin duda porque es la cara la que se apoya en la almohada. La Academia
da como primer sentido el de «Almohada pequeña que se pone sobre las otras
grandes de la cama para mayor comodidad» y, como segundo, el de «Almohadilla
que sirve para clavar en ella alfileres o agujas». Éste es el orden desde 1726,
cuando aparece la palabra en el Diccionario de Autoridades, el
primer diccionario de la Real Academia (llamado así porque las palabras, además
de su definición, incluyen ejemplos de alguna autoridad de nuestra lengua),
definida así: «Almohada pequeña que se pone sobre las de la cama, para tener
más alta la cabeza. / Se llama también una almohadica mui pequeña con una
borlita ò puntada en medio, que passa de una parte à otra en la cual clavan las
mugeres los alfileres para que no se les pierdan». Una vez más vemos que los
académicos eran más estilosos siglos atrás, porque frente a estas definiciones
las de ahora resultan escuetísimas. Está claro que la segunda acepción, la
relacionada con el mundo de la costura, deriva semánticamente de la primera,
pero también parece claro que hoy no se guarda recuerdo de la primera, a pesar
de que el diccionario de la Real Academia Española (DRAE) la conserve —¿por
tradición?— y en primer lugar. En el propio banco de datos académico, el corpus
histórico sólo documenta dos casos de acerico como almohada
pequeña en dos inventarios, uno de 1582 y otro de 1615. Todos los demás,
antiguos y modernos, corresponden a la segunda acepción.
El hecho de que el acerico de las modistas y los satres sea
en origen una miniatura del otro se refleja en el sufijo diminutivo -ico,
lexicalizado aquí, pero muy general en otras épocas y hoy regional, y en el
sufijo -illo con el que también se puede encontrar, como acerillo.
Muchos testimonios defienden que acerico no
es, ni por asomo, una palabra moribunda, y se pueden subagrupar. En primer
lugar, estarían los de quienes hablan de su infancia, de sus madres y abuelas,
y de que fueron ellas quienes les transmitieron acerico con
recuerdos infantiles de tardes de costura y radio, acompañados de palabras como dedal, canesú,pespunte, manga
ranglan, hilván… Son las madres, en general, las que todavía
usan acerico, porque son ellas las que aún cosen en vez de llevar la ropa a
arreglar fuera de casa, y, por otra parte, cada vez hay más personas
aficionadas a hacer bolillos que necesitan un acerico donde pinchar los muchos
alfileres que usan.
La comparación con el acerico da para muchas frases hechas:
por ejemplo, la de decirle a un chico con muchos piercings que
«parece un acerico»; también recuerda, por ejemplo, a la abuela que, cuando
había que ir al practicante, decía: «¡Te van a poner el culo como un acerico!».
El mismo Antonio Gala, en su obra de teatro ¿Por qué corres, Ulises?, estrenada
en 1975, hace decir a Ulises: «Él no se conformaba con beberse la vida a
pequeños sorbos. Su alma no era la de un oficinista. El tiempo que corría se le
clavaba como en un acerico».
En el segundo grupo están quienes han tenido relación
profesional con la palabra, por dedicarse a la costura, o sus conocidos, unos
cuantos hijos de modistas y de sastres. Alguno recuerda al calamitoso sastre
con un acerico en el antebrazo izquierdo que tenía su negocio en el 13 de la
rue del Percebe, aquel memorable edificio dibujado por el gran Ibáñez. Hay
quien llama alfiletero o almohadilla a
nuestro acerico. Muchas personas —la gran mayoría, mujeres— siguen
usando el acerico, lo conocen por ese nombre y se refieren a acericos con el
nombre bordado o en forma de corazón.
Finalmente, está el grupo de los que jugaban al juego del
boni con los alfileres y el acerico; por ejemplo, la periodista Nieves
Concostrina, que cuenta:
Yo no uso la palabra acerico desde, más o
menos, el Cretácico Superior, cuando los niños jugábamos en la calle. El juego
consistía en hacer un montoncito de tierra donde se enterraban los bonis de
todas las niñas que jugaran. Los bonis eran alfileres con cabezas redondas de
colores. Sobre el montón de tierra se dejaba caer una piedra y, si con el golpe
se desenterraba un boni de la jugadora contraria, te quedabas con él y lo
pinchabas en el acerico.
La conclusión es fácil: acerico es
palabra bien viva y no corre peligro en su segunda acepción académica; la
primera no está moribunda, está muerta.
Interesante entrevista en la radio: