La publicación de La noche de los tiempos coincidió con el septuagésimo aniversario del fin de la Guerra Civil española. El autor y narrador omnisciente ("Qué raro imaginar con tanta claridad lo que no he vivido, lo que sucedía hace más de setenta años") nos acerca a este extraordinario fresco literario ("noticias desastrosas y opiniones ineptas") que salta de Madrid a Estados Unidos y mezcla personajes reales e imaginarios. Esta novela debería ser obligatoria en la asignatura de historia porque es un alegato contra la guerra, pero sobre todo contra la barbarie de la guerra civil española. El protagonista, inspirado en la biografía de Pedro Salinas y en la de Arturo Barea, es un arquitecto, cincuentón, casado y con dos hijos, abúlico y desencantado, que vive los tiempos inciertos y difíciles de los años treinta del siglo pasado, mientras disfruta sorprendentemente de una gran pasión amorosa fuera del tiempo y del espacio con una joven americana ("la obsesión insana de estar juntos"). La originalidad radica en el punto de vista, el estilo y la magistral utilización del lenguaje.
martes, 9 de julio de 2013
La noche de los tiempos, Muñoz Molina
La publicación de La noche de los tiempos coincidió con el septuagésimo aniversario del fin de la Guerra Civil española. El autor y narrador omnisciente ("Qué raro imaginar con tanta claridad lo que no he vivido, lo que sucedía hace más de setenta años") nos acerca a este extraordinario fresco literario ("noticias desastrosas y opiniones ineptas") que salta de Madrid a Estados Unidos y mezcla personajes reales e imaginarios. Esta novela debería ser obligatoria en la asignatura de historia porque es un alegato contra la guerra, pero sobre todo contra la barbarie de la guerra civil española. El protagonista, inspirado en la biografía de Pedro Salinas y en la de Arturo Barea, es un arquitecto, cincuentón, casado y con dos hijos, abúlico y desencantado, que vive los tiempos inciertos y difíciles de los años treinta del siglo pasado, mientras disfruta sorprendentemente de una gran pasión amorosa fuera del tiempo y del espacio con una joven americana ("la obsesión insana de estar juntos"). La originalidad radica en el punto de vista, el estilo y la magistral utilización del lenguaje.
Acción poética Aluche en el IES Iturralde
Últimamente la fachada del instituto me sorprende. Por las mañanas he encontrado, además de vallas levantadas que aumentan la sensación de estar en una cárcel, pintadas poéticas que me provocan una sonrisa cada vez que las leo. Sería una buena solución colocar poemas en todo el perímetro para evitar que gamberros ensucien la pintura. Gracias a esos poetas anónimos (Acción poética Aluche):
Las sonrisas duran
instantes y se añoran siglos
Preferiría no hacerlo
miércoles, 3 de julio de 2013
Elogio del oficio de enseñar, Julián Moreiro
Ayer asistí a mi último claustro (siento un poco de vértigo). Con ese motivo, y a modo de despedida, leí ese texto que comparto ahora con vosotros.
elogio
del oficio de enseñar
Cuando empecé a dar clase, Franco
todavía no se había muerto, que ya eran ganas de fastidiar. Fue en un colegio
semiclandestino de Vallecas, regido por dos enigmáticos personajes que debían
de pertenecer a alguna secta y por un conserje mucho menos subrepticio que aún
llevaba en la frente la huella del tricornio. No sé muy bien qué hice, cómo
sobreviví al miedo escénico y qué diablos pude enseñar a aquellos vociferantes
zangolotinos de octavo de EGB. Yo no había llegado a la enseñanza por vocación,
aunque tampoco recuerdo que lo hiciera por descarte o por despecho; no sé, a lo
mejor lo hice porque, como dijo George Bernard Shaw, “el que sabe hacer una
cosa, la hace; el que no sabe, la enseña”. El caso es que muy pronto me noté en
mi medio natural, como si hubiera nacido para esto. Hoy estoy seguro de que, de
no haber sido profesor, solo hubiera sido un cantamañanas que sabía hacer
cosas.
En
mi despedida, quiero afirmar algo que he dicho otras veces, una de las pocas
certezas que he adquirido con los años: este es el mejor oficio que existe. Y
no por aquellas tres famosas razones que
esgrimían los cínicos: julio, agosto y septiembre (por cierto que ya no sirven:
la tercera de esas razones se ha esfumado y hay cenizos que ven la primera en peligro).
No.
Yo creo que este es un oficio inestimable porque las relaciones laborales han
sido siempre en él menos importantes que las relaciones afectivas. Porque la
experiencia mágica de notar cómo de pronto, en una clase, un martes cualquiera,
se establece una comunión absoluta con los alumnos, es difícilmente igualable (aunque
esporádica: no se puede ser sublime sin interrupción, diga lo que quiera
Baudelaire). Porque tratar siempre con personas que tienen la misma edad
mientras uno va atravesando las crisis que trae cada nueva decena es lo más
parecido que puede vivirse a la ilusión de la inmortalidad (aunque un amigo
mío, un punto descreído, dice que es como no salir del día de la marmota). Porque
ver crecer a niños que aprenden menos de lo que desearíamos pero mucho más de
lo que solemos creer y de lo que alcanzamos a comprobar es un espectáculo
maravilloso, como todos los que ofrece la Naturaleza. Porque, como dijo no sé
quién, enseñar es aprender dos veces. Porque, en un mundo tan sobrado de
individuos hoscos, insatisfechos y desabridos, tratar a diario con adolescentes
que siempre parecen felices es una suerte. Y en fin, porque compartir intereses
con todos los compañeros de trabajo, afinidades con muchos y cierta intimidad
con algunos es un privilegio que ninguna orden de principio de curso puede arrebatarnos.
Ahora
que corren malos tiempos sigo pensado lo mismo, a despecho de reformas ominosas,
de instrucciones furtivas y de autoridades maleducadas, malencaradas y
malintencionadas. Como ya tengo pie y medio fuera, puedo decirlo sin pudor:
somos gente importante y no podemos tolerarnos el desaliento. Este oficio, a
prueba de ocurrencias y descarríos legales, trasciende nuestra propia
circunstancia; lo dijo Henry Brooks Adams, un intelectual americano
que vivió entre el siglo XIX y el XX: “Un profesor trabaja para la eternidad:
nadie puede decir dónde acaba su influencia”. Ya dije antes que somos un poco
inmortales…
Hasta
siempre. Salud y Escuela Pública.
Julián Moreiro 28/6/2013
La ridícula idea de no volver a verte, Rosa Montero
Otro mazazo
Los
reyes Magos son los padres, Dios no existe, don Quijote es un personaje de
ficción, la lotería no toca nunca, el sueldo no te lo regalan, Marx se equivocó
con lo de la dictadura del proletariado, Plutón ha dejado de ser un planeta y Tere
y Roberto se separan.
La
noticia me tuvo intranquila toda la noche, se me venían a la mente imágenes
captadas por mi retina tiempo atrás: tu emoción al coger el teléfono en los
viajes de las chicas de oro, la descripción de vuestros encuentros, vosotros y
vuestros hijos, vosotros preparando una cena maravillosa entre miradas
cómplices, el regalo de la escuela de letras, el baile acompasado, los
monólogos…
Sé que
lo llevabas tiempo rumiando y hasta te vi contenta y liberada. Sé que no me has
comentado nada porque te hubiese dicho
lo de siempre: calma, sosiego, olvídate de todo, se pasará… Parece que estás
viviendo un desamor tan intenso como el amor. La mayoría de las parejas se
separan cuando ya no sienten nada. No hay parejas ideales, la vida –sola o
acompañada- está llena de espinas, de malentendidos, desengaños, irritabilidad, pérdida de
confianza. Pero si se está acompañado hay que cuidar esa relación como una
planta, como una máquina de carbón. A lo mejor este es el mejor momento para
volver a conquistaros, a disfrutar de lo prohibido, a romper la monotonía.
Creo
que los hombres (y las mujeres también) somos, además de bípedos implumes,
polígamos por naturaleza y tenemos que arrostrar esas pasiones como buenamente
podamos, incluso enamorándonos al mismo tiempo de dos personas. Todos podemos
mentir u ocultar nuestros sentimientos, porque estos son demasiado fuertes y no
nos los podemos explicar. Queremos lo que no tenemos, descuidamos lo seguro,
valoramos lo incierto. Los arrepentimientos tienen su valor, aunque no sirvan
de goma de borrar. Las palabras nos dejan mudos, decimos lo que no pensamos.
Hacemos daño y nos hacemos daño, sin quererlo. En fin, un lío. El matrimonio es
como una plaza sitiada, los que están fuera quieren entrar y los que están
dentro, salir. Y como se dice en estos
casos: que sea para bien.
lunes, 1 de julio de 2013
Palmeras en la nieve, Luz Gabás
Tomadura de pelo
La peluquería es para algunas mujeres un suplicio, una
pérdida de tiempo y de dinero, pero cuando todo te va mal, cuando estás insatisfecha contigo misma,
te acuerdas del anuncio “Ruppert, te
necesito” y acudes a ella. Estoy convencida de que si se hiciese un estudio
sobre las horas tontas que, con una pinta infame, pasamos hojeando revistas del
corazón delante de un espejo, así como del
dineral que nos hemos gastado a lo largo de nuestra vida, nos asustaríamos.
Tener una peluquería en España siempre ha sido un buen negocio, porque todas
las mujeres acudimos allí más que a nuestro médico, atávicamente empeñadas en
un una lucha encarnizada contra las canas, en busca de la eterna juventud,
luchando tinte a tinte contra el tiempo airado,
impidiendo que se cubra de nieve nuestra hermosa cumbre. De joven lo
haces para convertirte en una rubia
peligrosa o en una extraña pelirroja, o te pones el pelo azul para fastidiar a
tus padres, es un juego; de mayor es una condena para oír por lo menos que te
conservas bien. Pero una cosa es ir por diversión y otra por obligación para
luchar contra las canas que siguen misteriosos designios de la herencia. Un tinte en condiciones solo dura un mes como
mucho y nos empeñamos en alargar su vida hasta límites insospechados, con lo
cual algunas siempre estamos mal tintadas y peinadas. En un país de teñidas, son pocas las mujeres
que se atreven contra corriente a lucir sus canas con el orgullo de quien
confiesa que ha vivido. Esta presión no existe en los hombres cuyo pelo blanco está
unido a prestigio social y a dinero, su lucha es contra la calvicie.
Tenía que ir sin falta a la peluquería, la luz del techo del
cuarto de baño caía inmisericorde sobre un centímetro y medio de canas resplandecientes.
Acudí por la tarde, aunque sabía que mi peluquera de siempre, la que me
comprende o me ha dejado por imposible, no estaba. ¡Que haya suerte!, me dije. Me
tocó un sudamericano de unos cuarenta años y de modales delicados, con pinta trasnochada
de galán de fotonovela. No nos entendimos,
desde el primer momento nos miramos con desconfianza. Él pensó que con su buen
hacer conseguiría un buen porcentaje con los extras insistiendo en que mi pelo
estaba hecho un asco y yo luché para que no lo consiguiera. Y así fue como empezó el duelo en la alta peluquería
que terminó en una tomadura de pelo.
-¿Cómo quieres que te
llame, Mª Ángeles o Ángeles? -me preguntó amablemente mientras procedía a
lavarme el pelo.
-Me da lo mismo- contesté mientras pensaba que de ninguna
manera.
-¿Te pongo champú especial apropiado para tu cabello o
normal?
-Normal, me arriesgaré.
-Conviene que te pongas una crema para que el tinte te dure
más- insistió, armado de paciencia.
-No, gracias. El tinte dura lo que tarda en crecer el pelo,
ni un día más.
-Pero es conveniente -continuó incansable al desaliento-. Todo
el mundo lo hace.
-Me da igual lo que haga todo el mundo –repliqué-. ¿O es que
los tintes que sutilizáis son de mala calidad?
-De ninguna manera. Es que no te voy a poder peinar bien y
te voy a dar tirones de pelo.
-Me da igual, no quiero suavizantes.
-Es que tienes el pelo muy dañado y estropeado.
-Claro, de tanto utilizar tintes.
-No te preocupes por el precio- concluyó pensando que era
una cuestión de dinero y no de dignidad-. Yo te voy a cobrar lo mismo y así verás la diferencia.
Una vez más sospeché, porque siempre que voy, pago una cifra
diferente y más abultada. La venganza llegó cuando me cortó el pelo, me lo dejó
como a un marine de los EEUU y ni
siquiera me puso un espejo para que contemplase el desaguisado. No le di
propina. Al salir, el peluquero, ya menos amable, me devolvió el abrigo, pero
no las plantas de perejil que llevaba en una bolsa aparte. Tuve que volver más
tarde a por ellas a encontrarme con su mirada cabreada.
Continuación del texto en: ¡Vivan las canas! (2016)
Continuación del texto en: ¡Vivan las canas! (2016)
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