Cuando era pequeño, a su hijo mayor no le gustaba leer. Con sus hermanas nunca tuvo ese problema, pero él, aficionado al cómic, a los videojuegos, a jugar al fútbol, nunca encontraba el momento de abrir ninguno de los libros que ella le regalaba en todas las ocasiones, Navidad, Reyes, cumpleaños, fin de curso… En la edad a la que se supone que absolutamente todos los niños leen, al suyo no le daba la gana de respaldar las estadísticas, pero ella nunca se rindió. ¿Otro libro?, protestaba él, cuando adivinaba la naturaleza del regalo tras el envoltorio de papel de colores. Otro libro, contestaba ella, pero ya verás, porque este es especial, es estupendo, no vas a poder dejarlo, cuando yo me lo leí, no hay otro igual… Daba igual, no había manera. Él la dejaba hablar sin interrumpirla, pero sin tomarse tampoco la molestia de responder, ni siquiera con un movimiento de la cabeza. Y aquel libro especial, estupendo, irresistible, iba a parar a un estante donde una veintena de sus congéneres, unidos todos por su calidad y por el desprecio que inspiraban a su propietario, dormían un sueño que parecía ya eterno.
Así, su hijo cumplió nueve años, cumplió diez y cumplió once, y ella no cejó, pero llegó a pensar que nunca le convencería. Hasta que una tarde muy calurosa de finales de junio, no escuchó ningún ruido al volver a casa después del trabajo. Estaba segura de que se habría bajado a jugar al fútbol con sus amigos, o habría ido a casa de algún vecino a darle al joystick, porque ya le habían dado las vacaciones, pero la casa parecía desierta sin el estridente tintineo de las monedas que ganaba Mario Bros al golpearlas con la cabeza, o el soniquete agudo, repetitivo, que acompañaba a aquel gorila tan bruto, que acumulaba racimos de plátanos mientras atravesaba la selva de liana en liana. Por eso, sacó del cochecito a la pequeña, a la que acababa de recoger en la guardería, la acostó en su cuna, fue a su dormitorio y se desnudó, se duchó, se puso unas zapatillas, ropa cómoda, de estar en casa. Pero al pasar por delante de la puerta del cuarto de su hijo, escuchó el quejido de los muelles de su cama, y se inquietó.
¿Estará enfermo?, pensó, y pronunció su nombre en voz baja, para no despertar a su hermana. Pasa, escuchó, estoy aquí. Y al abrir la puerta, lo encontró recostado en la cama, con un libro entre las manos, tan absorto en la lectura que ni siquiera levantó la cabeza de las páginas. ¡Ah!, muy bien, su madre sonrió, cerró la puerta y miró el reloj. Quería cronometrar aquel prodigio, pero la situación no cambió en más de dos horas. Su otra hija volvió de casa de una amiga, volvió su marido, llegó su hermana a pedirle un bolso, se volvió a marchar, y tras la puerta cerrada del lector nada se movía. Nada se movió hasta que ella volvió a golpearla con los nudillos para reclamarle con el anuncio de que la cena estaba hecha.
–¿Qué tal? –le preguntó, cuando lo tuvo sentado frente a ella–, ¿qué has estado haciendo?
Y él, sin percibir ninguna trampa en aquella pregunta, sonrió antes de responderla.
He estado toda la tarde leyendo, ¿sabes? Es que no sabía qué hacer, estaba aburrido, me he puesto a mirar, y… He encontrado en mi cuarto un libro estupendo, pero distinto a los demás, de verdad, no he podido dejarlo. Se titula Charlie y la fábrica de chocolate, y no sé quién lo habrá puesto ahí, pero lo he cogido, y… ¡Uf! Me está encantando. Bueno, ya casi no me queda nada, porque me lo he leído de un tirón, la verdad.
Y cuando su marido pretendía intervenir, ella le pisó a tiempo, negando con la cabeza.
–¡Ah! Pues mira qué bien… –le contestó, antes de que nadie tuviera tiempo de recordarle que aquel libro se lo había regalado ella misma, por Reyes, tres años antes–. Qué suerte, ¿no?
Él se encogió de hombros y se acabó el libro aquella misma noche. Al día siguiente, se levantó a tiempo para encontrar a sus padres desayunando, aunque ya no tenía por qué madrugar, y les pidió permiso para ir a la librería a comprar la continuación y cargarla en su cuenta.
–Mira a ver –esta vez, sí dejó hablar a su marido–, porque a lo mejor está también en tu cuarto, no vayas a tenerlo repetido…
Desde aquel día, su hijo, el que no leía de pequeño, no ha parado de leer. Y ahora, cada vez que van juntos a la Feria del Libro, su madre recuerda aquella fábrica de chocolate y siente que la ola de ternura que la invade es tan enorme que no puede evitar colgarse del brazo de su hijo, pegar la cabeza a la suya, mantener la presión un instante. Entonces, él, tan mayor, tan alto, tan adulto, se sacude y le dice, ¡ay, mamá, suéltame ya! No seas tan pesada, en serio…