Él esperaba sus noticias ansiosamente. Una llamada, un mensaje, un correo, una carta, algo que le indicase que la llama seguía viva, que a muchos kilómetros, en un pueblo pequeño, cercano a una gran ciudad, ella, entregada a reformar su dieta, se metería en el agua recordándolo. Cada una de las brazadas que diese en la piscina, la acercaría más a su pensamiento y a su corazón; pero después de veinticuatro días de silencio, se encontró con un correo que resumía sus coqueteos con diversos autores a los que amorosamente había colocado junto a su cama. Su sitio había sido literalmente invadido por sus libros.
El verano es
época propicia a picotear, a saltarse las normas y dietas, a hacer habitual lo
excepcional. Este verano que casi acaba ha sido una de las épocas más caóticas
que recuerdo para mis lecturas y con menos constancia para rematar libros.
Veamos algún ejemplo.
A finales de la primavera compré Campo
de retamas, de Sáchez Ferlosio, conjunto de textos subtitulado Pecios reunidos, muchos de ellos ya
publicados. Son fragmentos que raramente sobrepasan la página de extensión, a
veces aforísticos, otras veces comentarios del momento, algunos literarios o
embriones filosóficos, incluso poemas. La prosa de Ferlosio es inapelable, un
“monumento más perenne que el bronce”, pero en este volumen a veces decae y se
tiene incluso la sensación de que algún fragmento no debería haber sufrido las
prensas. No he podido acabar todavía el libro, entre otras razones por la
fatiga que produce la capacidad de Ferlosio (y es también una de sus mayores
virtudes) para hacerte pensar lo que no
quieres. Espero terminarlo antes del otoño y poder rumiar, como ya he hecho
esta temporada, algunos de los mejores fragmentos del libro.
Por los mismos días alcancé Génesis, presunta novela de Félix de
Azúa, de estructura tan peculiar que de entrada no se comprende; ¿será una nivola como las de Unamuno? Más bien
puede ser una venola, lo que sale
cuando a uno le da la vena de escribir sea como sea. No me atrapó, y ha quedado
en la mesilla como en la sala de espera de 2ª clase; confío en que la escritura
magnética de Azúa me envuelva a no mucho tardar.
Por si no quieres caldo… me dio por mirar una cita leída en un periódico
y me amarré al barco que llevaba a Kafka, o a su héroe, a América, lectura mitificada hace 40 años. Ahora sólo he releído
entero el último capítulo conservado, El
Gran Teatro Integral de Oklahoma, uno de los pasajes más simbólicos,
surrealistas y desconcertantes del Autor (a algunos hay que ponerles
mayúsculas): son textos que no nos dejan en toda la vida.
Para desengrasar, y ya en plena caldera juliana a más de 400,
me lancé a la literatura de evasión. Me topé en la cabaña con unos tomitos de
novela negra de los años 90, que daban con una revista de entonces. Elegí al
azar Cazadores de herederas, firmado
por Bill S. Ballinger, un escritor norteamericano de segunda fila muerto hace
muchos años, según pude averiguar; el librito no presenta nombre de traductor
ni copyright original; en fin, un apaño. Bueno, pues la novelita no está mal
escrita y tiene algo de ingenio. Para empezar, el título, que sugiere pérfidos
seductores al acecho de inocentes doncellas adineradas (como Monty Clift en La heredera), encubre en realidad a unos
detectives zarrapastrosos tras la pista de una joven que desconoce haber
heredado una importante suma, a la espera de una comisioncita… Con todo ello,
no pude llegar a la mitad de las 100 y pico paginitas, que deberán aguardar
tiempos peores de mis lóbulos frontales.
Al pasar por una mesa de libros viejos en Trafalgar St pico algunas
cosas por un duro: ante todo, Nada de
Carmen Laforet; sólo con releer los primeros párrafos me siento aliviado de las
fatigas pasadas; las grandes obras lo son porque hacen olvidar otras muchas.
Queda la duda de la clave sentimental de la novela, aparentemente ocultada
durante lustros.
El otro librito que pesco en
las aguas de Trafalgar es un Austral con La
comedia nueva o el café y El sí de
las niñas, de Moratín. De la primera tengo varias ediciones, de modo que
esta es más bien para regalar. Desde hace muchos años me domina el fetichismo
por una frase de La comedia nueva que
repito a menudo: “Pero lo diré en griego, para mayor claridad”, en boca de Don
Hermógenes, el gran pedantón o erudito a
la violeta que vertebra la comedia. Salvando las insuficiencias y
ambigüedades de la obra, me resulta inevitable volver de vez en cuando a ella
(con una ojeada, de paso, a El sí de las
niñas), como un hito en nuestro teatro y en lo que fue nuestra impotente
ilustración.
Por cierta película homónima, doy en leer el relato de Paul Bowles Tú no eres yo, que te deja impactado y
con ganas de leer otros cuentos del autor, y también El cielo protector, que me espera hace años y cuyo comienzo, al
menos, parece interesante.
Un nuevo rescate de una mesa callejera: San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más, otro Austral.
Hojeando, me atrapa La novela de don
Sandalio, jugador de ajedrez, que no conocía; me enredo en ella. Por encima
de todo, me descubro en el placer de la lectura. Debe de ser que mis gustos
están completamente estragados, pero me sigue atrayendo la escritura de mis
abuelos por encima de la de mis padres, y no digamos la de mis primos; de mis
hijos y nietos mejor no hablar, por falta de datos.
En la feria local serrana me topo con los Aforismos de la cabeza parlante, de Bergamín: 70 páginas que espero
merecer acabar algún día; me suenan bien.
En el mismo caladero soy pescado por una edición bilingüe de la primera
parte de Alicia de Carroll: me
deleito con la prosa del ultracuento pese a mi incompetencia en inglés; de
ilusión también se vive.
Como pasa tantas veces, buscando algo en las estanterías del pasillo se
encuentra otra cosa abandonada, pero que atrae: El imitador de voces, de Thomas Bernhard, colección de minicuentos
(más que microrrelatos) de tono poco habitual en uno de los escritores más
malditos y maldecidos o maldichos del siglo XX. A veces resultan exasperantes y
a punto estoy de lanzarlos por la ventana, pero sólo alcanzo a situarlos en la
cima de la montaña de libros de mi mesilla.
En la cabaña yacía desde hace años Las
crónicas del sochantre, de Álvaro Cunqueiro, sacado también de una mesa de
viejo en la añeja colección Salvat de rtv, donde hay títulos para mí
indispensables. La narración, realismo mágico avant la lettre, o sea algo que siempre ha habido, presenta una
peculiar santa compaña o hueste antigua en
un lenguaje donde se mezclan los galleguismos con lo arcaico y lo personal.
Creo que es el único libro del verano que voy a leer entero y más o menos
seguido.
Pero las ensaladas suelen estar faltas de proteínas. Para reforzar mi
dieta he añadido porciones de lecturas más musculosas, siempre en la línea
fragmentaria y mixturera.
Lo primero, unas caladas en La
rama dorada, de Frazer, me llevan a los albores de la antropología
cultural, un acervo de mitos, ritos y gritos primitivos donde han bebido
generaciones de filósofos, psicólogos e historiadores de toda laya, desde Freud
hasta los postmodernos y el mismísimo Agustín García Calvo. Un monumento a las
mejores y peores tradiciones investigadoras del humanismo occidental. Uno de
esos librones que te hacen desear tener más vidas para dedicarlas a más cosas.
Otro librón, o librazo, Paideia,
de Werner Jaeger, subtitulado Los ideales
de la cultura griega, un mamotreto de 1200 páginas en letra menuda. Es otro
clásico de los estudios histórico-filológicos, para desmenuzar los valores y
formas de la educación a través de la cultura helénica. “Paideía” en griego
suele traducirse “educación”, pero su raíz le hace decir “niñería”, “trato de
niños”. Pese a todas las distancias que haya que poner con las tesis del autor,
la obra es una mina de datos y reflexiones sobre una cultura que no es que sea
fundamental para la nuestra, es que, como dijo alguien, los griegos somos nosotros (que no se entere Frau Merkel).
Todo esto venía por la necesidad de leer, por razones externas, ciertos
pasajes de las Lecturas presocráticas (con
el poema de Parménides). Este libro de Gª Calvo, dentro del refuerzo
alimentario arriba aludido, es un auténtico superconcentrado proteínico. Aquí
ya hay que recurrir a las hipérboles de los antiguos poetas: aunque tuviera
cien vidas, cien almas y mil mentes, no podría desentrañar tamañas tiradas
donde la lógica, la matemática, la filosofía y el pensamiento puro se lanzan a
la velocidad de la luz hasta orillas inalcanzables para algunos mortales. Peor
aún fue meterle el diente a otra obra del mismo: Es: estudio de gramática prehistórica, que para mí desde hace mucho
es ya como el 5º arcano de Fátima.
En uno de mis convulsos
intentos de rellenar oceánicas lagunas, me compro La lingüística cognitiva. Análisis y revisión, de J. Martínez del
Castillo. Con un tercio leído, algo me ha enseñado sobre la materia, desde mi
ignorancia. El libro es un ataque frontal a ese enfoque del lenguaje, pero algo
desordenado y, lo que es peor, no muy bien escrito. Pero a buen hambre no hay
pan duro, y el pan más vale duro, duro, que ninguno. Veremos si algún día
remato el intento.
Por último, picoteo de nuevo en un libro ya tentado: La manía de leer, de Víctor Moreno. Es
un ensayo contra los apóstoles de la lectura, los fundamentalistas de la
cultura (¿Kultur?) y el discurso
semioficial de defensa de los supervalores de las letras. La tesis central va
sólo contra lo que a veces es palabrería y pseudomisticismo, pero la gruesa
artillería empleada da continuamente la impresión de que esto de los libros y
la lectura es una gilipollez que nos venden para que pasemos el rato y hacer
dinero los de siempre. O sea, nos queda una sensación ya antigua: partiendo de
la nada, hemos llegado a la más absoluta miseria.