Entre los siglos V y III a.C. un anónimo
escritor judío que se presenta como el
Predicador, conocido universalmente por la versión griega de este nombre, Eclesiastés, compone una obra sobre la
vacuidad de la vida humana. El comienzo ha quedado entre los más célebres:
“Vanidad de vanidades, y todo vanidad”; recordemos que la construcción “vanidad
de vanidades” equivale a un superlativo, “vanidad vanísima”, “vaciedad máxima”.
El autor pretende atribuir sus palabras al considerado más sabio de los personajes
hebreos, el rey Salomón, pero hace mucho que sólo se ve en ello un intento más,
habitual en la antigüedad, de poner una obra bajo un nombre famoso para darle
credibilidad y difusión.
El libro tiene tal fuerza y expresividad
que logró colarse en el canon oficial de la Biblia hebrea (más o menos, el
Antiguo Testamento para los cristianos) pese a los reparos de algunos rabinos
por el pesimismo e incluso nihilismo del texto, que se llegó a considerar
blasfemo al deducirse que Dios creó al hombre para una vida miserable y oscura,
sin esperanza, pues los judíos de aquel tiempo no tenían muy clara su visión del
más allá. En cualquier caso, el Eclesiastés
se hizo un clásico, y en los siglos siguientes discurre como un guadiana
que asoma aquí o allá sus sombrías aguas en el pensamiento judío y cristiano.
Naturalmente, el desesperanzado texto original se va diluyendo al leerse bajo
la luz de la creencia cristiana en la otra vida, con sus premios y castigos.
Una muestra de ello, entre los Santos
Padres, fue un gran orador sirio del imperio bizantino, Juan de Antioquía,
apodado Pico de oro y más conocido
por ello como san Juan Crisóstomo (s. IV d.C.), que empieza uno de sus
discursos más célebres, En defensa de
Eutropio, un ministro caído en desgracia, citando la versión griega del
comienzo del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades…” El mismo autor escribió una
obra donde mezcla extrañamente este asunto con otros: De la vanagloria, la educación de los hijos y el matrimonio.
Durante la Edad Media este tema subyace
en uno de los tópicos habituales de la época, el desprecio del mundo, y son
varios los libros titulados De contemptu
mundi. En España su eco principal está en el poema anónimo conocido como Libro de miseria de omne (s. XIV),
escrito en castellano.
Con el Renacimiento y la afirmación del
Yo va decayendo el espíritu del Eclesiastés, pero sigue latente la visión de la
inanidad de la vida humana. Un último espasmo se produjo nada menos que en el
epicentro del humanismo renacentista, la Florencia de finales del XV, donde el
fraile Savonarola (m. 1498) impuso un régimen teocrático fundamentalista. Una
de sus exigencias fue el establecimiento de la llamada ‘hoguera de las vanidades’, donde se quemaban en público objetos
considerados lujosos o indecentes, como ropas, perfumes, obras de arte, libros,
etc.
Hay que dar un salto de casi dos siglos.
En el XVII el clérigo inglés John Bunyan (m. 1688) escribe uno de los libros
más leídos en lengua inglesa, The
Pilgrim’s Progress (El progreso del Peregrino), novela alegórica llena de
figuras y episodios simbólicos que expone la marcha del alma durante la vida
humana hasta desprenderse del pecado y alcanzar la Ciudad Celestial. En uno de
los incidentes de su viaje, y citando al Eclesiastés, el Peregrino llega a una
ciudad llamada Vanidad, donde se celebra permanentemente la “Feria de Vanidad” (Vanity Fair), en la que se compra y se
vende todo (honores, lujos, personas…). Quien no compra nada en la feria es
encarcelado por las autoridades, como le ocurre a nuestro Peregrino.
Otro salto de dos siglos, o más bien
bote, porque seguimos en Inglaterra: en 1847 William Thackeray publica la
novela Vanity Fair (título traducido
habitualmente al español como La feria de
las vanidades), otra obra mayor de las letras inglesas, donde analiza y
critica las costumbres de su época.
La obra de Thackeray continúa la línea
iniciada por Bunyan para establecer en el mundo anglosajón el interés por las
vanidades mundanas, con una mezcla de rechazo puritano y fascinación
inevitable. En 1913 se funda en Estados Unidos la célebre revista Vanity Fair, dedicada, entre otros
temas, a seguir las vidas de personas de la alta sociedad y de lo que luego se
conocerá como “el famoseo”, un tipo de publicación que se mantiene en la
actualidad y ha pasado, sobre todo, a los medios televisivos.
En 1987 el estadounidense Tom Wolfe
publica otro éxito mundial, La hoguera de
las vanidades (The Bonfire of the Vanities), novela sobre los altos
ejecutivos financieros del momento. El título evoca a Savonarola, y al jugar
con la parcial homonimia entre bon-fire (‘hoguera’)
y fair (‘feria’) nos remite de nuevo
a Bunyan y Thackeray.
Aún podrían recordarse, entre otras
muchas obras, dos clásicos del siglo XX, los ensayos Teoría de la clase ociosa, de Thornstein Veblen (USA, 1899), y Lujo y capitalismo, de Werner Sombart
(Alemania, 1921). Así, la voz lanzada por el Predicador sigue vigente hasta
nuestros días, bajo la sombra de las nuevas plagas bíblicas. Y en cuanto a la
vanidad como arrogancia propia de la especie humana, no olvidemos que su forma
más perfecta consiste, como siempre se ha sabido, en conseguir ocultarla.