Con los asientos del metro está pasando lo mismo que con la letra
de los periódicos, ambos están reduciendo misteriosamente su tamaño. Un día,
inexplicablemente, se van haciendo muy pequeños
y te preguntas por qué no los harán más grandes, total qué más les da.
Parece una conjura para los mayores de cuarenta años. Primero pruebas a acercar y
alejar el periódico, pero ni por esas. Has entrado en la espiral de la vista
cansada sin que nadie te haya avisado. Compras con vergüenza unas
lentes de una dioptría en un todo a cien y ya estás perdida, ya no
podrás vivir sin ellas, el cuerpo de la letra ha recobrado su tamaño original y
además con luz, no como en los libros electrónicos donde todo es gris (excepto
los caros y de última generación). Pero la alegría, como el enamoramiento, dura
poco. En seguida el fenómeno paranormal del oscurecimiento del papel y el empequeñecimiento de las letras hasta el tamaño de hormigas vuelve a ocurrir: pasas en pocos meses de una dioptría a tres.
¡Dios mío, si esto sigue así tendré que ponerme dos lupas en los
ojos! ¿Por qué los actores de Hollywood no las utilizan? ¿Por qué me está
pasando sólo a mí? Te gastas un dineral en gafas porque las pierdes en todas
partes, las rompes porque te sientas encima de ellas, las patillas se caen con
tanto tira y afloja, los cristales están siempre sucios y sirven de imán para cualquier tipo de comida. Sin darte cuenta pasas a estar colgada de unos anteojos,
ahorcado por una cadena que te condena a vivir dependiente con la fecha de
nacimiento escrita en la cara. Asustada, acudes al oftalmólogo que te recibe
con tus mismas gafas de presbicia anidadas en la punta de la nariz y te dice
que es irremediable, que solo se solucionará cuando tengas cataratas, la única
noticia buena que te da es que de cuatro dioptrías no pasa. A tus
alumnos se lo pones fácil, ya eres fácilmente parodiable.
Pues ahora, con más de cincuenta (años, no dioptrías), me está ocurriendo el mismo fenómeno con los
asientos del metro: se están haciendo cada vez más pequeños. Otra confabulación
inexplicable. Al principio pensaba que los estaban reduciendo para que cupiera
más gente sentada o que me había tocado el transeúnte gordo. ¡Mira que culo
tiene, invade mi sitio! ¡Es que con los abrigos es muy difícil moverse! Empecé
a utilizar los asientos externos para poder desenrollar sin dificultad mi
periódico al mismo tiempo que el cordón de mis gafas, lo que tiene su
intríngulis, mientras el viajero de al lado se removía y me clavaba su codo.
¡Qué impertinente, se cree que todo el asiento es para él! Hubo un día en que mi
vecino se levantó después de rezongar ininteligiblemente. Hoy, por culpa de la
publicidad, el espejo del probador de las rebajas me ha contestado a una
pregunta que no le he hecho: estás poniéndote gorda como una foca, a tu lado,
en el metro, no se sienta nadie porque
no cabe.
¿En qué libro de texto te enseñaban que con la edad todos los
cuerpos se expanden con gafas colgadas del cuello? Pues yo, para
remediarlo, no pienso volver a leer sentada en el metro y, menos aún, ponerme delante de un espejo acusador con voz de malvada madrastra.